Cuando Lima, a mediados de los años 50, no dejaba de ser una aldea
grande, un muerto en la familia o en el barrio era todo un
acontecimiento. No resulta por ello difícil, salvo que la memoria nos
haya abandonado, rastrear al primer difunto del listado necrológico que
cada ser humano suele cargar en su mochila…
Había
salido recién de lo que antes se llamaba pauliche - hoy lo denominan
aprestamiento- cuando conocí a Santana. No me refiero por supuesto a
Carlos Santana, el archifamoso músico mejicano. Se trataba de un amigo
de mis tíos maternos, un zamborubio tan peruano como la papa, que
frecuentaba cuanta reunión familiar había en casa de mi abuela. Lo
trataban con mucho aprecio. Sus buenos modales le habían permitido
meterse al bolsillo a la patrona y eso era ya bastante, tratándose de
una matrona tan severa como las de antaño.
Eran tiempos
de dictadura en el Perú, pero también de una explosiva alegría juvenil
alimentada por ritmos como el mambo y la guaracha. Pero la nota la ponía
siempre la legendaria Sonora Matancera. Lo recuerdo perfectamente
porque no había reunión social donde este escriba, pesea su corta edad,
no fungiera de disc jockey o pinchadiscos. Lo hacía hasta que se
quebraba uno de los discos de carbón de 78 revoluciones; cuando esto
ocurría había que emprender la retirada. La hora, el sueño, eran
excelentes pretextos para poner pies en polvorosa.
Santana
gustaba de la Sonora. En especial le encantaba una pegajosa canción que
decía Óyeme mamá/que sabroso está/ese nuevo ritmo/que se llama cha cha
cha/ Claro, era la voz de Bienvenido Granda la que sonaba en medio de la
noche fiestera. Pero recuerdo también que solía pedirme otra,más para
la hora del apachurre: Soñaaaaar/ a la orilla del mar/con cantos de
sirena/amores fugaces/ que no volverán/ Siempre en la voz inconfundible
del cubano Bienvenido, el recordado bigotón.
La vida
transcurría así en la pequeña Lima de los callejones y devaluadas
mansiones: de día chamba y chamba, de noche jarana tras jarana. El
alcohol y la butifarra, viejo recurso oligárquico, domesticaba todavía
los espíritus levantiscos, mientras el dictador Odría no se cansaba de
repetir que la democracia no se comía para justificar su
asistencialismo…
Un día me di con un alboroto en la
casa de la abuela. Lágrimas, comentarios, especulaciones diversas y
rostros compungidos cubrían el ambiente. Estaban la mayoría de los
habitúes de las fiestas inolvidables, solamente faltaba Santana. Nunca
llegó, ni ese día ni al día siguiente. No podía llegar. Él era la razón
del quilombo familiar. Una bala había acabado con su vida. Nadie me lo
dijo, lo leí en los diarios.
La bala había salido del
mismo revólver de Santana. Hasta ese día ignoraba que el joven seguidor
de la Sonora era policía, tampoco sabía que era casado. Los celos habían
generado una discusión conyugal que terminó a balazos, en la que el
zamborubio llevó la peor parte: unproyectil calibre 38 le perforó el
corazón. Los colegas de Santana tuvieron poco que investigar, la esposa
les ahorró el trabajo, se entregó y confesótodo.
Santana se convirtió así en el primer muerto que mi memoria registra.
Pero eso no es todo.
Con
la muerte de Santana también aprendí que el Día de los Muertos no
solamente es una fecha para recordarlos y punto. Es también una buena
oportunidad para hacerles llegar, hasta su propia tumba, todo lo que el
muertito, en vida, gustaba de comer, beber y oír. Mi abuela se sentía
tan comprometida con el joven bohemio que ella misma encabezaba la
peregrinación a Vitarte, en cuyo viejo cementerio reposaban los restos
del que en vida había sido un policía.
Le gustaba la
carapulcra decían los amigos y ese era el potaje que se le dejaba a
Santana. Y para asentarlo, su chicha de jora, que el finado tenía que
asimilar sí o sí, sin escapatoria alguna, porque el trago se lo echaban
encima de la sepultura, en la tierrita nomás, en interminables
brindis,que solamente las primeras sombras de la noche podía cortar. No
había músicos pero si voces: no faltaban los valses y los huaynos, pero
el final le pertenecía a Bienvenido: Oyeme mama/ que sabroso está…
Lo
recordaban con alegría: sus anécdotas, sus dichos, sus romances, sus
maneras de bailar…Santana no había muerto, seguía vivo en el imaginario
de quienes habían ido a visitarlo.
Años más tarde
comprendería que había sido testigo de un hecho excepcional para mi
corta edad y para la Lima de entonces:la presencia del mundo andino en
la todavía aristocrática y excluyente capital de la República. El culto a
los muertos y el reencuentro con ellos en fechas tan especiales como
las del 1 y 2 de noviembre forman parte de ese imaginario, que hoy se ha
extendido por toda la ciudad. Constátelo usted mañana en cualquiera de
los cementerios populares, con mayor razón en los clandestinos, en las
faldas de los cerros donde el soñar y el morir no cuestan nada.
No hay comentarios:
Publicar un comentario