domingo, 2 de noviembre de 2014

SANTANA, EL PRIMER MUERTO...

Cuando Lima, a mediados de los años 50, no dejaba de ser una aldea grande, un muerto en la familia o en el barrio era todo un acontecimiento. No resulta por ello difícil, salvo que la memoria nos haya abandonado, rastrear  al primer difunto del listado necrológico que cada ser humano suele cargar en su mochila…

Había salido recién de lo que antes se llamaba pauliche - hoy lo denominan aprestamiento- cuando conocí a Santana. No me refiero por supuesto a Carlos Santana, el archifamoso músico mejicano. Se trataba de un amigo de mis tíos maternos, un zamborubio tan peruano como la papa, que frecuentaba cuanta reunión familiar había en casa de mi abuela. Lo trataban con mucho aprecio. Sus buenos modales le habían permitido meterse al bolsillo a la patrona y eso era ya bastante, tratándose de una matrona tan severa como las de antaño.

Eran tiempos de dictadura en el Perú, pero también de una explosiva alegría juvenil alimentada por ritmos como el mambo y la guaracha. Pero la nota la ponía siempre la legendaria Sonora Matancera. Lo recuerdo perfectamente porque no había reunión social donde este escriba, pesea su corta edad, no fungiera de disc jockey o pinchadiscos. Lo hacía hasta que se quebraba uno de los discos de carbón de 78 revoluciones;  cuando esto ocurría había que emprender la retirada. La hora, el sueño, eran excelentes pretextos para poner pies en polvorosa.

Santana gustaba de la Sonora. En especial le encantaba una pegajosa canción que decía Óyeme mamá/que sabroso está/ese nuevo ritmo/que se llama cha cha cha/ Claro, era la voz de Bienvenido Granda la que sonaba en medio de la noche fiestera. Pero recuerdo también que solía pedirme otra,más para la hora del apachurre: Soñaaaaar/ a la orilla del mar/con cantos de sirena/amores fugaces/ que no volverán/ Siempre en la voz inconfundible del cubano Bienvenido, el recordado bigotón.

La vida transcurría así en la pequeña Lima de los callejones y devaluadas mansiones: de día chamba y chamba, de noche jarana tras jarana. El alcohol y la butifarra, viejo recurso oligárquico, domesticaba todavía los espíritus levantiscos, mientras el dictador Odría no se cansaba de repetir que la democracia no se comía para justificar su asistencialismo…

Un día me di con un alboroto en la casa de la  abuela. Lágrimas, comentarios, especulaciones diversas y rostros compungidos cubrían el ambiente. Estaban la mayoría de los habitúes de las fiestas inolvidables, solamente faltaba Santana. Nunca llegó, ni ese día ni al día siguiente. No podía llegar. Él era la razón del quilombo familiar. Una bala había acabado con su vida. Nadie me lo dijo, lo leí en los diarios.

La bala había salido del mismo revólver de Santana. Hasta ese día ignoraba que el joven seguidor de la Sonora era policía, tampoco sabía que era casado. Los celos habían generado una discusión conyugal que terminó a balazos, en la que el zamborubio llevó la peor parte: unproyectil calibre 38 le perforó el corazón. Los colegas de Santana tuvieron poco que investigar, la esposa les ahorró el trabajo, se entregó y confesótodo.

Santana se convirtió así en el primer muerto que mi memoria registra.

Pero eso no es todo.

Con la muerte de Santana también aprendí que el Día de los Muertos no solamente es una fecha para recordarlos y punto. Es también una buena oportunidad para hacerles llegar, hasta su propia tumba, todo lo que el muertito, en vida,  gustaba de comer, beber y oír. Mi abuela se sentía tan comprometida con el joven bohemio que ella misma encabezaba la peregrinación a Vitarte, en cuyo viejo cementerio reposaban los restos del que en vida había sido un policía.

Le gustaba la carapulcra decían los amigos y ese era el potaje que se le dejaba a Santana. Y para asentarlo, su chicha de jora, que el finado tenía que asimilar sí o sí, sin escapatoria alguna, porque el trago se lo echaban encima de la sepultura, en la tierrita nomás, en interminables brindis,que solamente las primeras sombras de la noche podía cortar. No había músicos pero si voces: no faltaban los valses y los huaynos, pero el final le pertenecía a Bienvenido: Oyeme mama/ que sabroso está…

Lo recordaban con alegría: sus anécdotas, sus dichos, sus romances, sus maneras de bailar…Santana no había muerto, seguía vivo en el imaginario de quienes habían ido a visitarlo.

Años más tarde comprendería que había sido testigo de un hecho excepcional para mi corta edad y para la Lima de entonces:la presencia del mundo andino en la todavía aristocrática y excluyente capital de la República. El culto a los muertos y el reencuentro con ellos en fechas tan especiales como las del 1 y 2 de noviembre forman parte de ese imaginario, que hoy se ha extendido por toda la ciudad. Constátelo usted mañana en cualquiera de los cementerios populares, con mayor razón en los clandestinos, en las faldas de los cerros donde el soñar y el morir no cuestan nada.

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