Lo conocí en el Queirolo, un boliche pisquero ubicado en el
distrito limeño de Pueblo Libre. Llevaba ya unos piscos encima, bien
acompañados con sus quesos y jamoncitos,cuando escuché su poderosa voz.
El hombre había enganchado a la gente con Caminito, un viejo tango de
Gardel que los propios gardelianos del río de La Plata habrían aprobado
sin discusión.
En
pocos minutos dejó a Gardel para continuar con el viejo Sosa y su
eterno Cambalache; siguió con Hugo del Carril y su imperdible Adiós
muchachos, para terminar su periplo rioplatense mandándose Malena,
deGoyeneche, el cantor que en Buenos Aíres – según la leyenda urbana-
cantaba mientras manejaba un ómnibus del servicio público, haciéndolo
con tanto éxito que un buen día terminó en una disquera, para felicidad
de los que iban a constituir sus millones de seguidores.
Todos
lo llamaban Gardelito. No tanto porque fuese Gardel el cantante al que
con mayor pasión interpretaba, sino por su tamaño y contextura
esmirriadas que contrastaban con su estentórea voz .Pero además, creo,
lo llamaban así por la vestimenta que portaba, estrafalaria para Lima,
pero no para los clásicos habitúes de los boliches porteños: saco,
pañuelo verde al cuello y sombrero de paño. Hasta su hablar, si no me
equivoco, se había argentinizado para darle mayor realismo a sus
presentaciones.
Ver y escuchar a Gardelito en el
Queirolo, fue quizá un aliciente más para caer los viernes por esa
catedral del pisco - ¡Una res! ¡Media res!- y dejarle al hombre unos
cuantos morlacos para ayudarlo a cultivar ese cancionero gaucho que
encandiló a nuestros abuelos y padres, pero que en la voz del trovador
nocturno volvía a electrizar a sus oyentes.
Un buen día
cambié de aíres bohemios y dejé el Queirolo, por ende, dejé de escuchar
a Gardelito.Prácticamente lo había olvidado cuando inesperadamente
volví a darme con él en un córner de Lince que exactamente funcionaba en
lo que se llamó Comercial Risso. Para mi sorpresa, Gardelito estaba
programado en una noche tanguera al que concurrían cultores argentinos y
uruguayos, cada cual con una voluminosa hoja de vida artística.
Fue
una noche fabulosa. Gardelito no se dejó pisar el poncho. Casi con la
misma indumentaria del Queirolo – únicamente había cambiado el pañuelo-
se batió como los buenos, ante el aplauso nutrido de la concurrencia,
que mostró su entusiasmo por los cantantes rioplatenses, pero que por
razones obvias inclinó sus preferencias por el pequeño fanático de
Gardel. Eran las noches triunfales de Gardelito.
Mucha
agua había corrido bajo los puentes y mucho pisco por el Querolo, cuando
prácticamente alejado de la nocturnidad bohemia, volví a ese boliche
más con el ánimo de enchufarme un sánguche de jamón que la de empinar el
codo. Ahí estaba Gardelito. Siempre delgaducho y la misma tenida aunque
con el semblante un poco palido, que las luces del salón hacía más
notoria.
Me disponía a escucharlo, obligadamente
con un previo de pisco, cuando me di cuenta del drama. Gardelito ya no
cantaba. Ahora iba de mesa en mesa, suplicando ser escuchado para
entregarte al oído una de las canciones que lo hicieron famoso. Ya ni
cantaba, no podía hacerlo, tampoco puedo decir que recitaba la letra
tanguera, simplemente te la transmitía, muy penosamente por cierto.
Del viejo payador no quedaba ni la sombra. Quizá solamente la tenida de compadrito bonaerense.
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