El fútbol, el apasionante deporte de multitudes, no solamente se ha
convertido en el refugio de malandros, que buscan llenarse los bolsillos
desde los puestos de gestión que suelen ocupar a todo nivel; asimismo,
con la intermediación de esos "dirigentes", el fútbol es también, sobre
todo en países donde la confrontación social está al tope, en el
adormecedor, en el opio, al que los gobernantes, en especial las
dictaduras, recurren para neutralizar la beligerancia
del pueblo. Sucedió en los años 70 con la clasificación del Perú al
mundial de Argentina de 1978, en los tiempos del general Francisco
Morales Bermudez, sobre quien pesa una pena de cadena perpetua
sancionada por un tribunal italiano por delitos de lesa humanidad.
Ocurrió con el general Videla, el sanguinario dictador argentino que
murió en la cárcel pagando los crimenes de la dictadura que encabezó; y
que utilizó el mundial de fútbol celebrado en su país - ganado por
Argentina - como el gran taparrabo de sus delitos, que los propios
equipistas argentinos hoy repudian. Y en la Copa América que acaba de
concluir, hemos visto al cada vez más cuestionado presidente Bolsonaro
subirse aparatosamente al carro de los triunfos del equipo de fútbol
brasileño, que en verdad no necesita de esos auspicios controvertidos
para dejar sentada su hegemonía futbolística. En ese sentido, la
denuncia del genial Messi sobre los arreglos extrafutbolísticos para
que Brasil sí o sí campeone en ese torneo, no deja de tener cierto
asidero. ¡La pelota no se mancha! suele decir Maradona. La realidad nos dice otra cosa, la pelota puede mancharse, no precisamente por obra de los jugadores...
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