lunes, 26 de noviembre de 2018

LA MUSA


Fue a inicios de junio de este año, el día 3 para ser exacto. Cogí el celular y al igual como lo había hecho en años anteriores, le mandé un mensaje a Dago, mi compinche de carpeta en el legendario Guadalupe. No te olvides -le dije- hoy es el cumpleaños de la musa, sonriendo y recordando palomilladas de antaño mientras manipulaba el aparatejo. La susodicha era una amiga de los tiempos en que vestíamos uniforme comando,  a la que conocimos y frecuentamos hasta que nos dio el fuelle de la siempre alboratada adolescencia. Cuando la vida nos enseñó los dientes pues a otra cosa mariposa. 

Nos había costado un mundo conocer a la musa y a su amiga, colegialas ambas. Pesaban los pareceres conservadores de las abuelas, las recomendaciones antediluvianas del Manual de Carreño y los prejuicios de siempre sobre lo desconocido, es decir sobre estas modestísimas hilachas de color puerta, muchachos de barrios pobres, vistiendo siempre de uniforme, sin más capital que su atrevimiento, locuacidad y ganas de vivir. Para nuestra felicidad, contábamos con la complicidad de los destartalados y lentísimos Cocharcas-José Leal de esos años, donde casi siempre coincidíamos sin querer queriendo, los horarios de estudios, y claro, los  punzantes espolones de los años dorados, que nos llevaban a escalar montañas por más altas que estuvieran.

Éramos tres los marabuntas, cargados de ilusiones y esperanzas que nunca llegaron a hacerse realidad pues el tiempo se encargaría de bajarnos de las nubes para hacernos pisar tierra. Y pasaron los años, implacables como siempre, arrastrándonos al inevitable otoño y sus vientos, llevándose hojas tras hojas y calendarios mil. De los palomillas de entonces, de cabellos rebeldes pero siempre brillosos solamente quedamos dos, luciendo ahora deslumbrantes canas,  y las reminiscencias celestes, que de cuando en cuando llegan en cascada siempre compartidas con Dago entre sonrisas, jaiboles, boleros, baladas... En esa nota estaba cuando le envié el toque, sabiendo de antemano que la respuesta siempre picarona no tardaría en llegar.

Y así fue. Lima se moría de frío y el color gris de su cielo parecía haber descendido a sus calles y avenidas cuando el camarada Dago timbró. Su respuesta lacónica, telegráfica,  me dejo patitieso. La musa ya no está entre nosotros, digitó. Uno o dos meses atrás había dejado casi en silencio este valle de lágrimas. Su hermano había respetado su último deseo: una partida discreta, sin adioses que perturbaran  su reposo eterno...

Y llegará otra vez junio...


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