Mi último viaje a Trujillo tuvo dos propósitos concretos. Uno, visitar la tumba de mi cuñado Marcial, de quien lamentablemente no me pude despedir en su desplazamiento a la eternidad; y dos darle el rostro a una leyenda familiar, de la que mi padre hablaba mucho: la existencia, en Paiján, de una prima hermana, Francisca Mosquera, que en los tiempos que mi padre relataba la historia ya había traído al mundo la respetable cantidad de 14 o 15 niños. Pancha, como la llaman familiarmente, es hija de un hermano de mi padre, que al igual que miles de cajamarquinos migraron muy tempranamente a la Costa, atraídos por los cantos de sirena de la explotación de la caña de azúcar, uno de los viejos pulmones de la economía peruana. Casagrande, la niña de los ojos de los barones del azúcar, fue la hacienda donde mi tío Francisco laboró. ¿Cuántos años? No lo sé. Si sé que allí reposan sus huesos, como las de tantos y tantos hombres del campo cajamarquino, que en el valle de Chicama se convirtieron en braceros agrícolas a tiempo completo, dando origen a ese proletariado agrícola que en la historia del movimiento obrero peruano ocupa un lugar especial.
A Francisca, que se acerca a los 90 años, sigo si conocerla. Cuando pisé Paiján, ella se había desplazado a Chocope. Pero si logré departir con 2 de sus hijos: Felipe y Rosas Lucano, mis sobrinos, con quienes nos estrechamos en un cálido abrazo familiar. La cereza de la reunión fue la noticia de que mi padre se había quedado corto en la leyenda: Francisca no había tenido 14 o 15 niños, sino que habían sido 23 los vástagos...De Paiján, recordarán los más veteranos, fueron las famosas cuatrillizas que deslumbraron al mundo hace algunas décadas por la multiplicidad del parto. ¿Qué tiene tan linda tierra que hace tan prolíficas a sus mujeres? fue la pregunta que me hice al procesar el dato familiar.
La leyenda familiar se ha enriquecido, seguramente para beneplácito de mi padre, esté donde esté ahora...

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