Cuando alcé la vista el taxi estaba plantado frente a Las Cucardas, el
conocídimo lupanar limeño. Una feroz congestión impedía que el auto
avance o retroceda en su marcha hacia Lima Norte. Ni corto ni perezoso,
ganado por la curiosidad, madre de todas ciencias, me dediqué a observar
el trajín putañero. Para empezar, la hora: el reloj marcaba las 5 y 30
de la tarde y el chongo, sin que las luces multicolores lo anuncien,
estaba abierto de par en par. Todo indica que ahora atienden
de día y de noche. Antes, las vendedoras de amor salían cuando las
luces ganaban la ciudad. ¡Polillas! les decían despectivamente, aunque
por dentro los varones daban la vida por levantárselas; ry las mujeres
mataran por imitarlas en la desfachatez de su vestir, o en el pintado
guerrero de sus labios, de sus uñas, de sus ojos...No seamos hipócritas:
las putas, en todo el mundo, han impuesto modas... Sigamos. En la
vistosa puerta de Las Cucardas tres fortachones cuidaban el ingreso de
los parroquianos, a los que se les examinaba hasta el cabello, como si
fuesen a entrar a un banco o subir a un avión. Años atrás,
esa era la labor del celebérrimo negro Bomba. Nada de pistolones ni rastreadores de
metales. El afro imponía respeto con su temible estampa. Si alguien se
salía del libreto, una sonora gramputeada o una catana a trompada
limpia, bastaba para restablecer el orden y poner al faltoso de patitas
en la calle. Ahhh, y en la calle -también me gané ese cambio-
carrindangas de último modelo, con choferes impecables en el vestir,
esperaban a la ya desahogada clientela para llevarlos de regreso a su barrunto. Las
latas viejas con ruedas han desaparecido. Pero antes, esto no ha
cambiado, al alcance de la mano, su reconstituyente de rigor: el ponche,
la caspiroleta, útil también para matar el frío limeño... Y ya habían
pasado como diez minutos cuando el taxi volvió a la vida, retomé así el
chequeo de mis mensajes al celular: casi todos dedicados a los
malandros: jueces, fiscales y políticos que están hoy en el ojo de la
tormenta. Ninguno de esos envíos dejan de aplastarlos con insultos e
improperios: ¡Hijos de puta! les dicen abierta o soterramente a los
mafiosos. Recordé en esos momentos un aclare universal, hecho en Buenos
Aíres, en Santiago, en Barcelona... Las propias proletarias del amor
lo han dicho a grito abierto en las movilizaciones de resistencia contra
el capital y sus operadores: ¡LOS POLÍTICOS NO SON NUESTROS HIJOS!
Aclaración que podría extenderse para los magistrados corruptos que nos
están haciendo perder la paciencia. Creo que es hora de atender ese
reclamo. Las damiselas de La Cucardas, del Trocadero, en Lima, o de la
Cumbre, en Trujillo, para citar algunos emblemáticos burdeles, se lo
agradecerán.
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