En
el Perú y en el mundo, ¡Abajo la represión! es una consigna de cajón
para quienes en lucha contra el capital se atreven a ganar las calles en
procura de sus reivindicaciones más sentidas. Lo sabían los petroleros
de la Geophysical que con sus cuerpos enllagados por la leishmaniasis
-prima hermana de la uta- decidieron salir de las selvas de Madre de
Dios, para juntos con sus esposas e hijos, exigir a los militares de los
70 atención a sus reclamos.
La empresa se había ensañado con
ellos, al fondearlos en la jungla amazónica en la búsqueda de petróleo,
sin las más elementales condiciones de trabajo. Madre de Dios y el
Cusco, fueron las primeras ciudades que conocieron el grave problema,
pero las autoridades, como siempre miraron hacia otro lado. La
insensibilidad gubernamental los llevó a trazarse la gran meta: llegar a
la mismísima Lima a exigir solución a sus reclamos.
La marcha de
sacrificio fue un verdadero jalón histórico para el movimiento obrero y
popular. No hubo ciudad del sur peruano, durante los largos días que
duró el trayecto, que no se solidarizara con los petroleros. Las
palabras de aliento, los volantes, los acompañamientos en la marcha, las
ollas comunes se multiplicaron, en la sierra como en la costa, gracias
justamente a esa generosidad de los pueblos que hicieron suya la pelea
de los trabajadores enfermos, de sus esposas e hijos, que pese a todas
las adversidades se habían puesto las botas de siete leguas para
alcanzar los propósitos reivindicativos.
Los niños fueron un
capítulo aparte. Recibieron una enseñanza inusitada. Sus padres fueron
sus maestros, aprendieron en la pelea a luchar por causas justas, a
diferenciar amigos de enemigos, a desplazarse tácticamente de acuerdo a
las circunstancias, y sus juegos en los improvisados campamentos
reflejaban crudamente esas vivencias. En ese proceso, ante los
repetidos embates policiales – la directiva era que no llegaran a Lima-
la consigna ¡Abajo la represión! fue una de las más escuchadas, que
los infantes la interiorizaron, la hicieron suya precozmente, como que
la tenían a flor de labios cada vez que en el horizonte asomaba un
efectivo policial. No había efectivo bueno, todos eran malos, perversos,
siempre prestos al apaleo inmisericorde. Esa era su experiencia,
asimilada en la larga lucha.
Por eso es que cuando los petroleros
ya en Lima, en plena negociación con las autoridades, se desplazaban de
un lugar a otro en busca de apoyo o de relaciones con sindicatos,
federaciones, organizaciones populares o afines, se cuidaban de no ir
con niños, porque se habían convertido en un peligro potencial. Más de
una vez, los dirigentes habían tenido que bajarse raudamente de un micro
o de un ómnibus porque ante la aparición sorpresiva de un policía, los
niños en coro y con el puño en alto lanzaban sin miramientos su grito
de combate, el que habían aprendido en la larga marcha: ¡Abajo la
represión! Para ellos la lucha continuaba en todos los espacios, no
entendían las sutilezas de una tregua, de un alto al fuego. En ese
escenario, para evitarse problemas mayores, los dirigentes optaban por
tomar las de Villadiego.
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