Cuando ni el olor de un televisor asomaba por los hogares limeños, la
radio era el vehículo de distracción e ideologización masiva que
existía. Hombres y mujeres, chicos y grandes, parábamos prendidos del
aparato que, grande o chico, adornaba las salas de los hogares
capitalinos. Las radioemisoras propalaban programas en directo - no
había una radio respetable que no tuviese un auditorio, donde se
presentaban cantantes nacionales y extranjeros de primera línea-
mientras que los aficionados al fútbol o
a la hípica gozábamos como chanchos con las transmisiones de Oscar
Artacho, Humberto Martínez Morosini o Augusto Ferrando; en tanto que
todos, a la hora de las radionovelas, respetábamos el derecho de las
patronas a reír o llorar con el culebrón de turno. Hubo, sin embargo,
una radionovela que en los años 50 se llevó los palmarés de la atención:
El derecho de nacer, del autor cubano Felix B. Cainet, que llegó a ser
radiotreatralizado en Lima como en las principales capitales
latinoamericanas, con un éxito sensacional. Las ciudades, incluyendo
Lima, se paralizaban a la hora de su transmisión y los héroes o villanos
no podían trajinar por las calles: o los aplaudían, o en el caso de los
malos, les daban su merecido. La radionovela de marras tenía como
protagonista central a Alberto Limonta, que en la ficción había llegado a
ser médico, pese a que no debió nacer ni crecer, por mandato de su
abuelo, un malévolo potentado: don Rafael del Junco. Una afrocubana, la
nana de la familia, recibió la orden de liquidar al recién nacido, pero
no lo hizo. Se apiadó del crío y fugó con él, el mismo que con el correr
de los años sería el médico, que sin saberlo le salvaría la vida a su
abuelo, ya bastante anciano. Esas vueltas y revueltas de la historia
convirtieron en famoso a todos los Alberto, como que no hubo niño recién
nacido que no fuese bautizado como tal, no sucediendo lo mismo con los
Rafael, estigmatizados de facto en el imaginario popular. Como ustedes
intuirán, fui de los Alberto que en esos años tuvo su cuarto de hora de
fama, tanta que cuando un buen día llegué a una fiesta familiar una tía
guapetona me paró en seco diciéndome: ¡Así que tú eres Albertito
Limonta! ¿Pero montas o no montas? Hasta mis zapatos se ruborizaron. La
doña, madre de la chibola que afanaba se había pasado de copetines y
estaba de cacería. El acoso fue franco y la pregunta se repitió aquí y
allá. Tuve que optar por lo más cuerdo: la retirada. No había espacio
para maromas...
No hay comentarios:
Publicar un comentario