Desde que San Marcos, por un proceso interno de democratización, dejó de
ser un bastión de las oligarquías nativas en el terreno del
pensamiento, se convirtió en un hueso duro de roer
para quienes parten el jamón en el país. Le metieron los tanques, la
soldadesca y sus soplones a los claustros, demonizaron a sus docentes,
estudiantes y trabajadores, la secaron presupuestalmente, privatizándola
de hecho con el concurso de autoridades de medio pelo... pero la
vieja universidad, desde abajo, nunca arrió sus banderas críticas,
reflexivas, propositivas. Los sucesos de los últimos días, que han
colocado a San Marcos nuevamente en el centro de la atención pública,
constituyen un capítulo más en la pelea por su dignificación, por hacer
de ella un centro del más alto nivel científico, cultural y humanístico y
un obligado referente para el país y sus pueblos. Las autoridades, bien
lo sabemos, tienen su propio juego, sus propias imágenes, sobre todo si
su elección está hipotecada a determinados intereses. Desde esta
perspectiva, las voces estudiantiles, la de los docentes y de los
trabajadores, suelen siempre sintonizar mejor con las expectativas de
las mayorías. No dejemos de escucharlas.
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