martes, 13 de septiembre de 2016

¿CONJURA SINIESTRA?

 

La tragedia del Estadio Nacional del 24 de mayo de 1964 estaba casi olvidada. A más de 50 años de haberse producido, con su secuela de más de 320 aficionados muertos, pisoteados, baleados, asfixiados, golpeados...estaba condenada a vivir en la memoria de una generación que fácilmente llega o sobrepasa los 70 años, por tanto,  a diluirse entre los pliegues del tiempo, como tantos otros hechos sociales cuyos rastros ni en las bibliotecas existen.

A Efraín Rúa, un acucioso periodista capitalino, le debemos el haber puesto el tema nuevamente en la mira de la opinión pública. El gol de la muerte, su último trabajo de investigación nos permite reconstruir la hecatombe que se dió como colofón de una serie de sucesos que aparentemente tuvieron como único teatro de operaciones el viejo Estadio, pero que realmente podrían ser incorporados a una trama en la que la posibilidad de una conjura siniestra no  puede quedar descartada.

La crónica de Rúa nos lleva de la mano en la visualización del hecho futbolístico: el partido Perú-Argentina, en el camino hacia las Olimpiadas de Roma, el gol legítimo de Kilo Lobatón, los reclamos argentinos,  el nefasto papel del árbitro uruguayo Pazos en la anulación del tanto, la protesta apasionada de la hinchada nacional, el ingreso raudo de Bomba al gramado futbolístico, dispuesto a darle su merecido al soplapitos, etcétera.

Pero Rúa va más allá: escarba en la historia de un puñado de los caídos, todos ellos gentes de a pie, como son los que suelen poblar las tribunas populares del Estadio; como ausculta la vida y milagros de Bomba, el afroperuano que con su intención de tomar justicia con sus propias manos, detonó la tragedia. Lo que la hinchada y el propio Bomba, como quizá también los mismos policías que lanzaron las bombas lagrimógenas a las graderías, no imaginaron es que de acuerdo a la investigación judicial,  es que todos ellos podrían haber terminado de marionetas de un plan siniestro, diseñado para escarmentar a una población desencantada con el estado de cosas reinantes en el país.

La historia oficial le echó la pelota al entonces comandante De Azambuja, quien purgó carcel por ello. Efraín Rúa, sin embargo nos pone en negro sobre blanco el informe del juez Benjamín Castañeda Pilopaís, desechado por sus superiores, en el que se señala sin medias tintas que el desastre formó parte de un plan represivo de las fuerzas negras de nuestra sociedad orientado a sembrar el terror en el pueblo para inmovilizarlo.

En mayo de 1964, no se olvide, el país estaba políticamente movido.  Hugo Blanco, el legendario líder campesino se había posicionado en el valle de La Convención y Lares, dinamizando una reforma agraria que los militares que se auparon al poder en 1962 no tuvieron sino que formalizar. En mayo de 1963, un año antes de los sucesos del Estadio Nacional,  el poeta Javier Heraud prácticamente se había inmolado en Madre de Dios cuando pretendía ingresar al país para organizar un alzamiento guerrillero. Mientras tanto, el MIR de De la Puente y el ELN de Bejár ya estaban trabajando su alzamiento en el Cusco y Ayacucho respectivamente, apoyados de una u otra forma por otras fuerzas revolucionarias. En este sentido, Lima era un mar de rumores, en tanto que los aprestos reformistas del primer gobierno del arquitecto Belaúnde se iban quedando en el camino.

Dijo el juez: "prepararon concienzudamente la tragedia porque querían amedrentar al público y hacerle aprender, con sangre y lágrimas, que nada ni nadie podría oponerse a sus ejercicios represivos", fundamentando la denuncia contra el ministro de gobierno de entonces y los tres jefes policiales que ordenaron sembrar de bombas lagrimógenas las graderías, sabiendo de antemano que las puertas del estadio estaban cerradas y con candado.

El informe del juez Castañeda Pilopaís, lo he dicho, fue desechado por sus superiores, obligando a éste a presentar su carta de renuncia. El "ministro de la muerte":  Juan Languasco, siguió en su puesto, lo mismo que los jefes policiales que incluso más adelante fueron ascendidos, aunque De Azambuja - considerado el único responsable posteriormente- tuvo que ir a prisión, en tanto que otros protagonistas, incluyendo al autor del gol, fueron desapareciendo.

El tiempo, que todo lo borra, debió sepultar en el olvido la tragedia. A los 50 años de esos tristes acontecimientos,  Efraín Rúa, para bien de la memoria histórica, los ha desempolvado. Las nuevas generaciones no pueden obviarlos en la búsqueda de la verdadera naturaleza del orden económico y social establecido y del entendimiento de una desgracia que enlutó a centenares de modestísimos hogares limeños.








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