martes, 29 de diciembre de 2015

MISIÓN EN CHINA


Que los peruanos de todos los colores, credos, ideologías y olores confluyamos en un ascensor de un rascacielo peruano, público o privado, es algo que no llama la atención de nadie. Pero que ello suceda en el extranjero, a miles de kilómetros de Lima, sin que podamos exteriorizar la alegría de encontrarnos tan lejos de la Patria del cau cau, del cebiche y del arroz con pato, es algo que merece contarse.
Sucedió a inicios de los años 80. Habíamos llegado a Pekín luego de un extenuante viaje. Eran los tiempos en que para llegar a China había que dar la vuelta a medio mundo. Pesaban los efectos de la guerra fría. Nosotros habíamos hecho una parada en Europa para luego enrumbar a nuestros destino final, en un vuelo ininterrumpido donde las violentas turbulencias nos hicieron maldecir el momento en que nos trepamos a la nave. Pero ya estábamos sobre el caballo...
Superada la inevitable adaptación al horario y al clima - jet lag le llaman- echamos a andar por las calles de Pekín, viejas y nuevas, pero todas preñadas de verdaderas multitudes. Fue así como por curiosidad más que por ganas de comprar algo aterrrizamos en una de las célebres Casas de la Amistad, como se conocía a gigantescos emporios comerciales, ubicados en edificios de varios pisos, cada uno de los cuales ofrecía al mundo las múltiples riquezas industriales y artesanales chinas.
Meternos en un ascensor no fue problema, a pesar del idioma. La sorpresa vendría luego, cuando como casi con la mano el destino nos puso delante, piso tras piso, primero de un todopoderoso magnate de la televisión peruana y luego de dos peruanos más, de Chimbote para ser exactos. Los habíamos visto antes en el mismo puerto norteño. Cada quien había llegado con sus propios pies y de hecho con sus propios objetivos. ¿Cuáles eran éstos? Imposible de precisar. La primera regla de oro, en esos años, era justamente la reserva. Nos miramos a los ojos, nos medimos mutuamente, nos olimos, pero nadie dijo esta boca es mía. La misión en China lo impedía.
Recuerdo esta anécdota porque Kobi me ha contado que hace algunos meses, en una plaza de Viena se cruzó con un peruano. Nunca lo había visto, ni en fotografía. Como suele suceder, ambos se tasaron primero, pero espontáneamente, casi al mismo tiempo, se lanzaron un ¡Habla Perú! Terminaron en un café, hablando de la tierra lejana, de Lima, de Chiclayo, de donde era el pata, de la chamba profesional que tenían por delante.

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