sábado, 24 de octubre de 2015

PEDRO, TANTAS VECES...

 
Para mis cumpas Andrés Huguet Polo y Miguel Cruz Labrín, por sus diablos...
 
Mi amigo Pedro era el despelote. Fue mi maestro y guía en las buenas y malas artes de la chupística. Tenía tasadas las cantinas limeñas de los años 60, cuando no habían peperas ni malogrados que por quítame esta pajas son capaces de cortarte el cuello. Cuando salíamos de ronda recalábamos en este córner porque la rockola tenía como fuerte a Panchito Riset. Cuando se nos metía la idea de escuchar a Javier Solís, el men de esos años, La Gruta era el rincón preferido. Y si queríamos irnos de boleto, la marcha era hacia el Callao, a buscar alguna mesa en El Sabroso para deleitarnos con el maestro Tito Rodriguez o con los no menos laureados Vicentico Valdés y Roberlo Ledesma, héroes musicales de aquellos años.
 
Pedro tenía una debilidad: las mujeres. Le gustaban las chicas buenas y las mal llamadas malas, era un todoterreno. A unas y otras las apapachaba por igual. Recuerdo que una rubilinda de un callejón del Rímac lo tuvo de cabeza durante un buen tiempo. La blanca tenía atributos que saltaban a la vista, era la reina de la vecindad con una corte de calentadores dispuestos a ganarse aunque sea una sonrisa. Pedro la trabajó al escarabajo negro que poseía, que siempre paraba sedita, como nuevo, y al chamullo. A la rubipreciosa le gustaban los versos, la letra calentona de los enamorados pertinaces.
 
Pedro tenía su pepa y se esmeraba también en andar elegante, luciendo siempre lo que ahora es un imposible: alhajas de un oro deslumbrante, en el cuello, la muñeca derecha, en los gemelos de la camisa. Tenía sin embargo una gran limitación para el amorío que pretendía. Movía bien la sin hueso, pero no le entraba al verso escrito, del que gustaba tanto la guapetona. Solamente había una salida: hacerle el trabajo negro, no podía fallarle a mi compadre. Hoy por ti, mañana por mi, le dije y me puse a hacerle sus cartas, acrósticos y versitos melosos de dos por medio. Ya pisaba la universidad, algo tenía que quedarme de las motivadoras clases de poetas como Augusto Tamayo Vargas y Washington Delgado. Como pueden ustedes suponer, el pago era en chelas...
 
La pampa se armó cuando rompieron palitos. Mi compadre era regalonazo con la costilla y en algún momento se sacó el medallón de oro puro que cargaba al cuello y se lo entregó. Cuando volvió a sus cabales quiso recuperar el medallón, pero la rubilinda nada que ver. ¿Cómo romper su negativa? Pues otra vez apelamos a las cartas. Recuerdo que fueron tres las misivas. La trabajamos al bobo, al sentimiento, a los buenos momentos pasados, que no podían empañarse con un final infeliz. Para tranquilidad de Pedro, la buenamoza cedió, devolvió la joya, reclamó solo una buena amistad. ¡Bingo! Ese día no paramos hasta el Callao.
 
Dándole la espalda a la razón, mi brother no curtió. Fue en Sicuani, en el Cusco, donde realmente se pasó de vueltas. Habíamos aterrizado por esos lares en plan de trabajo. Bien el primer día, bien el segundo. Al tercer o cuarto día, en medio del aburrimiento, Pedro se fue de putas. Vamos, me dijo. Preferí dormir, la mona no estaba para tafetanes. Al día siguiente el susodicho llegó y se tendió en la cama. Cuando despertó se dio cuenta de su estropicio: una vez más el medallón estaba en otras manos. Una supercariñosa pupila del único burdel de Sicuani se lo había ganado en lo que fue, según me contó Pedro, una verdadera maratón sexual a más de 3 500 metros de altura. Todo un faenón.
 
El maratonista estaba ahora en problemas. De cajón, estaba obligado a hacerle la taba en el obligado regreso al lupanar. Temíamos no encontrar a la vendedora de placer que le había quitado el sueño y algo más. Acostumbrados a los antros limeños, no contábamos con una dura realidad: las prostitutas vivían en el burdel, algunas de ellas con sus hijos, a quienes estaban dando de desayunar a la hora en que rompimos su tranquilidad matutina. De la trajinada noche solamente quedaba un salón desordenado. Ni parroquianos, ni música, ni luces de colores...
 
Contra lo que suponíamos el arreglo duró pocos minutos, sin altisonancia alguna. Parecía que estaban esperando a Pedro. La señorona no tuvo ningún reparo en devolver el medallón, como mi causa tampoco en gratificar el gesto. Años después, al volver a Sicuani, esta vez solo de pasada, recordé sonriente el trance.
 
A estas alturas es imposible recordar con Pedro estos pases. Después de dejar la chamba donde nos conocimos lo volví a ver una o dos veces más, a secas. Ahora es imposible verlo, hace una buena cantidad de años lo ganó la eternidad. Pero siempre recuerdo sus lecciones. ¡Salud maestro!

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