Para Luchito Ruiz Díaz (+) siempre presente.
Como
la gran mayoría de mi generación soy un hombre de libros y discos. Mi
biblioteca la hice a pulso, hurgando aquí o allá, en las ferias de
libros viejos, en La Parada, o en las más pintadas de las librerías, sin
dejar de recursearme -llegado el caso- con más de una edición pirata.
Soy por ello capaz de recordar la
historia de cada libro, su utilidad concreta y las vicisitudes de
algunos de ellos, sobre todo de los textos políticos. Por todo eso es
que si bien no soy renuente a las fuentes bibliográficas que uno puede
encontrar hoy en Internet, no obstante me resisto a su avasallamiento.
Tener en libro en las manos, olerlo, observar las características de su
impresión, leerlo, subrayarlo o diseccionarlo, si acaso llegara el caso,
es parte consustancial del irrenunciable placer de la lectura de las
ediciones impresas. Lo que no puede hacerse, aunque queramos, con los
textos digitales.
Con
mis discos pasa algo similar. Salvo la práctica de colgarme unos
audífonos, soy permeable, a la hora de escuchar música, a las novísimas
tecnologías musicales, pero si hay algo que no dejo son mis viejos
discos de vinílico. Son las huellas culturales de la rockola cantinera
donde desde muy joven hice mi pre y mis posgrados, sin obviar por
supuesto los años caseros de aprestamiento: años de radio y de canto
materno, cuando en Lima se cantaba, en pleno furor de Los Morochucos, de
Jesús Vásquez o los Troveros Criollos, si de música criolla se
trataba; y de Los Panchos, en los años de gloria del bolero, sin
olvidarme de los célebres boleristas de la Sonora Matancera, con los que
en mi juventud me reencontré pero ya en otros contextos, nada
domésticos por cierto.
Esos tiempos están
reflejados en los discos de valses, polcas y boleros que poseo, que
siguen cumpliendo con los propósitos para los que fueron fabricados:
hacer bailar,cantar o soñar a chicos y grandes. ¿Y los otros discos?
Ellos expresan otros tiempos, los del posgrado en los bares del Callao,
La Victoria, Chacra Colorada, Lima, Surquillo, Rímac, y también -no hay
razón para ocultarlo- en algunos prostíbulos capitalinos, donde no
faltaban las radiolas y por ende las voces putañeras de un Bienvenido
Granda o de un Daniel Santos. Fue en Mejicalpán de las Garnachas -ya
había pasado la hora de Huatica, el barrio rojo que frecuentó Mario
Vargas Llosa y sus amigos de La Crónica y Última Hora- donde fui testigo
del cómo Javier Solís, el célebre intérprete del bolero ranchero volvía
a morir - abril de 1966- en las voces y llantos de putas y
parroquianos, sin que por ello, claro está, la tracamandanga se
mantuviese quieta.
Con Pedrito Chávez (+) de maestro,
en El Sabroso del Callao, hice un diplomado sobre Vicentico Valdés y
Boby Capó; con el mismo asesor, a media cuadra de la comisaría de Breña,
en El Gavilán, le encontré nuevos derroteros a los boleros de Panchito
Riset, mientras que en El rincón de los recuerdos, en el Rímac, nos
deleitábamos con Gregorio Barrios, Antonió Badú o Pedro Vargas,
celebérrimos cantantes de los años 40 y 50, pero a quienes realmente me
acerqué, en honor a la verdad, en la acogedora casa de don Justo Linares
Chumpitaz en Surquillo, después de gloriosas noches de ronda, como las
que inmortalizó ese viejo saurio del amor que se llamó Agustín Lara.
Los
huaynos, los pasillos, las sambas y los yaravíes corresponden a mi paso
por San Marcos, la vieja universidad en la que aprendimos a amar,
sentir e interpretar el Perú, América Latina, la Patria Grande, y el
mundo. Fue la década de Blanco, Heraud, Vallejo, de La Puente, Béjar,
Lobatón, el Che...de los sueños y las utopías, de la transición: de la
militancia cantinera a la militancia política. La resaca de la edad de
piedra, si no me equivoco, la viví donde el viejo Capuñay, en La
Victoria o en algunas cantinas claves de La Parada donde matábamos el
día con amigos de toda la vida: Lucho Ruiz, Andrés, Oliverio, Chochera,
Ramón, Vegas Pozo... Algunos ya tomaron el camino de La Habana, sabemos
por tanto que ya no volverán, pero nos siguen acompañando. En cada
huayno, pasillo, samba o yaraví, está la impronta de su entrañable
amistad, de las discusiones fraternales que se entablaban, de las
verdades que cada cual manejaba y que poco nos fue posicionando en
trincheras diferentes a pesar de que compartíamos los mismos sueños. La
amistad, felizmente, nunca se agotó.
Por eso es que
cuando mi vieja tornamesa me llama y tengo en mis manos uno de mis
viejos LP a los que tengo que frotar y frotar cual si fuera la lámpara
de Aladino - para quitarles el polvo- es inevitable que cual genio
bueno, los recuerdos cobren vida para recrear en la memoria las
vivencias que explican la preferencia por tal o cual disco. Y así como,
por ejemplo, ese o éste texto de Marx, Lenin o Mariátegui puede
ubicarme en el tiempo de militancia a forro que viví, de la misma
manera uno de esos LP puede darme luces sobre el periodo de la Edad de
Piedra que a mucho orgullo trajiné, porque como dice un viejo dicho
español: lo bailao nadie me lo quita...
Se confirma lo escrito ahí mismo. Lima con esa música se estremecía!!
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