A Guillermo Villegas, mi condiscípulo en la Escuela Fiscal La Milla,
del barrio de Monserrate, a un año de su deceso.
A Rubén Villegas no lo veía hace un mundo de años, pero no había
perdido de vista su fisonomía. Por eso es que cuando apenas lo vi en la
puerta de una vieja quinta del jirón Ica le pasé el vivo. Sorprendido me
miró, se acercó, me dio la mano, pero no me reconoció a pesar de que su
disco duro, estoy seguro, trabajaba a mil por hora. ¡Soy fulano
de tal! le dije en voz alta, pero nada. ¡Estudiamos en La Milla junto
con tu hermano Guillermo!, agregué. Sus ojos se agrandaron, pero seguía
en el limbo. ¡Fuimos alumnos de la señorita Dora! rematé. ¡Bimbo! En un
tris por tras el hombre se ubicó. Tenía que ser así, todo el que ha
pasado por la Escuela donde hice mi primaria tiene que recordarla con
aprecio. Ella fue la que guió nuestros primeros pasos primariosos.
Éramos como 50 galguitos que con nuestros 6 o 7 años empezábamos a vivir
y la señorita Dora ahí, llevándonos de la mano...
La recuerdo ahora, esté donde esté, en víspera del Día del maestro.
Los Villegas, Archimbaud- el hermano mayor de Lalo- Quesada, Herencia,
Dominguez, Yonamine, Argote, Pedrito...son apenas un puñado de apellidos
que asoman a mi memoria en esta remembranza. Todos proles, del viejo
barrio de Monserrate. Habíamos llegado a aprender prácticamente las
primeras letras y la señorita Dora se encargaría de ello, a las buenas,
pero también ajustando: una amenazante reglota era su eficaz auxiliar
en este último caso. Eso de que a cocachos aprendí mi labor de
colegial... cantado por Nicomedes, no era verso. Estamos hablando de la
mitad de los años 50 y aunque la profesora no le cargaba el dado por ese
lado, de cuando en cuando nos recordaba la existencia de su auxiliar.
Podríamos llenar muchas carillas con los recuerdos de esos primeros
años en La Milla, pero quisiera hacer hincapié en uno. Gracias a la
señorita Dora pisamos la Biblioteca Nacional y nos hicimos lectores de
su Sala de Niños.Por primera vez el planeta de los libros y revistas se
abría espectacularmente ante nuestros ojos. Con Archimbaud y Quesada
vivimos esa experiencia. Nos hacíamos la taba para unos ratos a pie y
otras andando llegar hasta el viejo local de la Biblioteca en la avenida
Abancay y cumplir con las tareas escolares, mientras nos
familiarizábamos con un reino de autores y obras que desde esos años
iban a acompañarnos en nuestra ascensión educativa.
¡Cómo no
recordar a la señorita Dora, y en su memoria homenajear a los maestros
peruanos que mañana celebrarán su día! Un abrazo a todos ellos
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