miércoles, 8 de julio de 2015

CON BANDERA DE COJUDOS


Don Jorge Osorio Vaccaro, un recorrido docente sanmarquino, introdujo hace algún tiempo en nuestras cotidianas sobremesas una expresión popular para calificar a los políticos avivatos que pasaban por inocentes como indefensas criaturas. "Esos son unos grandes pendejos que navegan con bandera de cojudos", decía el profesor. Los hechos están demostrando que el presidente Humala y su consorte bien pueden ser incorporados a ese conglomerado de personajes que han hecho de la política su abrepuertas para satisfacer sus mezquindades personales, mientras de dientes para afuera siguen sorprendiendo a los intonsos. Lo digo no por las frivolidades de las que hoy hacen gala, en especial la doña. Lo afirmo por las recientes declaraciones del mandatario a un periódico español donde además de pretender aparecer como víctimas de una confabulación de la oposición - por las investigaciones abiertas a la señora, que inevitablemente arrastran al comandante- sigue sosteniendo, muy suelto de huesos, que él y los desechos de su partido pueden incluirse en lo que denomina la "izquierda progresista"...

Todo el mundo sabe, los propios diarios españoles lo han puesto en negro sobre blanco, que la pareja, luego de llegar al palacio de Pizarro, tiró por la borda sus promesas electorales, despidiendo con sendas patadas en el trasero a todos aquellos ministros, funcionarios y asesores  de izquierda, que los habían apoyado incondicionalmente para sacar adelante lo que se consideraba un proyecto progresista de adecentamiento de la política y de desarrollo del país: la propuesta a la que habían denominado  de la gran transformación. A partir de ese momento, como dice don César Hildebrandt, el gobierno se convirtió en una sucursal de la Confiep, el gremio de los dueños del Perú, de los extractivistas de cuello y corbata que desde los años 90, con buenas y malas artes, se están levantando el país aupados en el neoliberalismo, la última expresión de expoliación del capitalismo mundial. La derechización del régimen fue ostensible.

En el papel, en el verso, el comandante y su cónyuge se comprometieron a cambiar el país, a transformarlo, abriendo una vía que sin salirse de los marcos del capitalismo, negara en los hechos el modelo neoliberal, expoliador y depredador vigente desde los 90, prometiendo, además una democratización que se orientara a hacer de los invisibilizados pobres del país sujetos políticos, con capacidad de asumir decisiones que fuesen respetadas y aplicadas. Sus arengas a los pueblos del interior envenenados por el extractivismo minero, y las consignas que corearon al lado de sus adherentes: ¡Agua sí, oro no! no han sido olvidadas por las víctimas de su histórica traición. No se trataba de una posición socialista, marxista o revolucionaria. Pero ante lo que ocurría en el país se estaba evidentemente ante una posición de izquierda, democrática y nacionalista,  moralmente justa y éticamente solvente, que bien podría haber puesto las bases para cambiarle el rostro a la patria, saqueada y humillada por una gran burguesía, que como todos las clases y grupos de poder que conoce la historia republicana han cargado y siguen cargándose hasta las joyas de la familia; con el concurso, claro está, de partidos o grupetes programática y organizativamente en crisis, pero con la fuerza suficiente para confluir con tecnócratas sin patria y una prensa adecuadamente aceitada en el embaucamiento político del electorado nacional.

Ya en el poder, el comandante y su pareja literalmente se zurraron en lo ofrecido. Su doble faz quedó al descubierto: izquierdistas de palabra, derechistas, conservadores y reaccionarios de hecho. A poco más de un año del fin de su mandato presidencial nada ha cambiado esencialmente en el país: es el costo de su traición, de su aventura, de su pendejada con la que se tragaron con zapatos y todo primero, a los dirigentes de la izquierda que los apapacharon desde un inicio,  con la que luego también estafaron al país que eligió al comandante creyendo en su palabra y en la sonrisa de su media naranja.

Facundo Cabral, el desaparecido vate que en más de una oportunidad se ocupó, muy graciosamente por cierto, de los pendejos y sus pendejadas decía  que por su número éstos eran peligrosísimos, pero lo peor radicaba, señalaba, en el hecho de que no pocos de ellos consideraban que nadie se daba cuenta de sus vivezas. El comandante por ejemplo, con sus declaraciones, piensa que nadie se ha percatado de su gran pendejada, a pesar de que las últimas encuestas de opinión revelan su gran orfandad política. 
Por eso es que en la hora actual, de sumas y restas obligadas,  es el pueblo - como ya lo viene haciendo en Islay, Cajamarca o en Espinar-  el que tiene que marcar a fuego la farsa; y sus vanguardias hacer de la traición un material obligado de educación política de masas para no volver a tragarse un señuelo de esas dimensiones, aunque no falten quienes pareciera que no han aprendido la lección de que en la política peruana siguen existiendo grandes pendejos que navegan con bandera de cojudos..

No hay comentarios:

Publicar un comentario