Don Jorge Osorio Vaccaro, un recorrido docente sanmarquino, introdujo
hace algún tiempo en nuestras cotidianas sobremesas una expresión
popular para calificar a los políticos avivatos que pasaban por
inocentes como indefensas criaturas. "Esos son unos grandes pendejos que
navegan con bandera de cojudos", decía el profesor. Los hechos están
demostrando que el presidente Humala y
su consorte bien pueden ser incorporados a ese conglomerado de
personajes que han hecho de la política su abrepuertas para satisfacer
sus mezquindades personales, mientras de dientes para afuera siguen
sorprendiendo a los intonsos. Lo digo no por las frivolidades de las que
hoy hacen gala, en especial la doña. Lo afirmo por las recientes
declaraciones del mandatario a un periódico español donde además de
pretender aparecer como víctimas de una confabulación de la oposición -
por las investigaciones abiertas a la señora, que inevitablemente
arrastran al comandante- sigue sosteniendo, muy suelto de huesos, que él
y los desechos de su partido pueden incluirse en lo que denomina la
"izquierda progresista"...
Todo
el mundo sabe, los propios diarios españoles lo han puesto en negro
sobre blanco, que la pareja, luego de llegar al palacio de Pizarro, tiró
por la borda sus promesas electorales, despidiendo con sendas patadas
en el trasero a todos aquellos ministros, funcionarios y asesores de
izquierda, que los habían apoyado incondicionalmente para sacar adelante
lo que se consideraba un proyecto progresista de adecentamiento de la
política y de desarrollo del país: la propuesta a la que habían
denominado de la gran transformación. A partir de ese momento, como
dice don César Hildebrandt, el gobierno se convirtió en una sucursal de
la Confiep, el gremio de los dueños del Perú, de los extractivistas de
cuello y corbata que desde los años 90, con buenas y malas artes, se
están levantando el país aupados en el neoliberalismo, la última
expresión de expoliación del capitalismo mundial. La derechización del
régimen fue ostensible.
En el papel, en el verso, el
comandante y su cónyuge se comprometieron a cambiar el país, a
transformarlo, abriendo una vía que sin salirse de los marcos del
capitalismo, negara en los hechos el modelo neoliberal, expoliador y
depredador vigente desde los 90, prometiendo, además una democratización
que se orientara a hacer de los invisibilizados pobres del país sujetos
políticos, con capacidad de asumir decisiones que fuesen respetadas y
aplicadas. Sus arengas a los pueblos del interior envenenados por el
extractivismo minero, y las consignas que corearon al lado de sus
adherentes: ¡Agua sí, oro no! no han sido olvidadas por las víctimas de
su histórica traición. No se trataba de una posición socialista,
marxista o revolucionaria. Pero ante lo que ocurría en el país se estaba
evidentemente ante una posición de izquierda, democrática y
nacionalista, moralmente justa y éticamente solvente, que bien podría
haber puesto las bases para cambiarle el rostro a la patria, saqueada y
humillada por una gran burguesía, que como todos las clases y grupos de
poder que conoce la historia republicana han cargado y siguen cargándose
hasta las joyas de la familia; con el concurso, claro está, de partidos
o grupetes programática y organizativamente en crisis, pero con la
fuerza suficiente para confluir con tecnócratas sin patria y una prensa
adecuadamente aceitada en el embaucamiento político del electorado
nacional.
Ya en el poder, el comandante y su pareja
literalmente se zurraron en lo ofrecido. Su doble faz quedó al
descubierto: izquierdistas de palabra, derechistas, conservadores y
reaccionarios de hecho. A poco más de un año del fin de su mandato
presidencial nada ha cambiado esencialmente en el país: es el costo de
su traición, de su aventura, de su pendejada con la que se tragaron con
zapatos y todo primero, a los dirigentes de la izquierda que los
apapacharon desde un inicio, con la que luego también estafaron al
país que eligió al comandante creyendo en su palabra y en la sonrisa de
su media naranja.
Facundo Cabral, el desaparecido vate que
en más de una oportunidad se ocupó, muy graciosamente por cierto, de
los pendejos y sus pendejadas decía que por su número éstos eran
peligrosísimos, pero lo peor radicaba, señalaba, en el hecho de que no
pocos de ellos consideraban que nadie se daba cuenta de sus vivezas. El
comandante por ejemplo, con sus declaraciones, piensa que nadie se ha
percatado de su gran pendejada, a pesar de que las últimas encuestas de
opinión revelan su gran orfandad política.
Por eso es que en la hora
actual, de sumas y restas obligadas, es el pueblo - como ya lo viene
haciendo en Islay, Cajamarca o en Espinar- el que tiene que marcar a
fuego la farsa; y sus vanguardias hacer de la traición un material
obligado de educación política de masas para no volver a tragarse un
señuelo de esas dimensiones, aunque no falten quienes pareciera que no
han aprendido la lección de que en la política peruana siguen existiendo
grandes pendejos que navegan con bandera de cojudos..
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