Foto del diario La República
En octubre de 1958, cuando murió el Papa Pío XII, era todavía un
niño que no concluía la primaria. Vivía en un caserón del barrio de
Monserrate, teniendo como amigos y vecinos a otros infantes de más o
menos mi edad, con quienes durante la agonía del Pontífice vivimos horas
de terror ante la inminencia del deceso de quien era la máxima
autoridad de la Iglesia Católica. ¿Por qué ese terror? se preguntarán
ustedes. Pues porque una venerable anciana y vecina, totalmente
desorbitada ante las noticias que llegaban de Roma, no tuvo otra
reacción que la de pregonar a diestra y siniestra que estábamos al borde
del fin del mundo. La muerte de Pío XII para dicha señora como para
otras respetables cucufatas y cucufatas del barrio - vivíamos a pocos
pasos de la iglesia de Monserrate- iba a significar el anuncio de la
hecatombe.
Murió el Papa, pero el sol siguió saliendo.
Recuerdo esas horas de pánico infantil porque anoche, a través de la
televisión, pude observar y escuchar a jóvenes y adultos, de diferentes
confesiones religiosas, hacer prácticamente las misma negras profecías
si acaso el congreso peruano hubiese aprobado la denominada ley de la
unión civil entre personas del mismo sexo. Rostros desencajados pero
amenazantes, ojos a punto de desbordar sus cavidades oculares,
cabelleras desgreñadas por el ir y venir, gritos destemplados que
lanzaban rayos y centellas... tal era el sombrío panorama que mostraba
la fanaticada religiosa, mientras rezaban, cantaban o agitaban
banderolas con citas bíblicas a cada cual más impactante.
En
pleno siglo XXI, con un desarrollo impresionante de la ciencia y la
técnica, otra vez jugando al miedo, al pánico, para cerrarle el paso a
una exigencia democrática de una minoría social peruana.
Nada de
esto ocurriría en el Perú si acaso hubiésemos vivido una revolución
burguesa, o en su defecto si acaso la burguesía peruana desde su
surgimiento hubiese sido consecuente con el verbo inflamadamente
democrático que ha pregonado desde el siglo XIX, que de haberse hecho
realidad nos hubiera permitido contar con un Estado laico, independiente
de cualquier confesión religiosa, y una cultura laica, tolerante y por
ende democrática, donde las decisiones de gobierno en beneficio de la
ciudadanía en su conjunto transparentasen ideas y conceptos totalmente
ajenos a la fe religiosa, cualquiera fuese ésta.
En el Perú
sucede todo lo contrario. Con una democracia fallida, al servicio de las
clases dominantes, no existe un Estado laico aunque en el papel se diga
lo contrario. Las relaciones con la Iglesia Católica, en especial con
su corriente más conservadora, sigue siendo estrecha sin que los
gobiernos de turno se atrevan a superar tan anómala situación,
especialmente por la cobertura ideológica justificativa que la iglesia
suele brindar al poder establecido. ¿No es cierto acaso que en los años
del fujimontesinismo y de la guerra interna el entonces Obispo de
Ayacucho, Monseñor Cipriani decía que la defensa de los derechos humanos
eran una cojudez?
En nuestros días sabido es por ejemplo la
cerrada oposición a la unión civil mantenida por la jerarquía católica
peruana. Esta posición es la que finalmente explica el voto en contra de
esa moción por parte de los tres congresistas del partido de gobierno, a
pesar de que entes estatales como la Defensoría del Pueblo, el
Ministerio de Justicia y el Ministerio Público habían expresado una
opinión favorable; y a pesar también de que como candidato el hoy
presidente Humala asumió las reivindicaciones del colectivo LGTB, la
minoría social peruana que ha levantado las banderas de la unión civil,
en uso precisamente de lo que en el papel constituyen sus derechos
ciudadanos.
En conclusión, debe quedar en claro que si la
burguesía peruana, no ha sido capaz de construir un Estado laico y una
cultura laica como corresponde a una democracia moderna, le toca al
pueblo y sus vanguardias asumir esa responsabilidad, enarbolando tales
banderas desde ahora, que presupone una política tolerante y respetuosa
de todas las confesiones religiosas existentes.
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