Mañana 5 de febrero estaré sumando un calendario más a mi bien
vivida y bebida existencia. Los saludos, que agradezco, ya están
alborotando el cotarro, como también las programadas celebraciones que
de un tiempo a esta parte han convertido mi onomástico en algo parecido a
una fiesta patronal. El año pasado si me pelé. Como ustedes recordarán
lo pasé en un quirófano del hospital Rebagliatti. El alcohol de siempre,
llámense rones o vinos, fueron reemplazados por el
alcohol medicinal, los cuyes y piqueos por 2 litros de suero que tuve
que soplarme antes de la intervención quirúrgica, mientras que la música
pachanguera fue reemplazada por una cadenciosa cortina musical que
parecía darle el compás a las expertas manos de los cirujanos...
Échate a la cama y verás quien te ama, reza un viejo dicho. Confieso que nadie me falló, ni mis familiares ni mi millón de amigos. En el hospital ellos siguieron paso a paso las incidencias de la operación. Ninguno arrugó por la espera, y solamente se retiraron cuando me vieron vivito, coleando y con una sonrisa de oreja a oreja. La cereza fue la torta de cumpleaños y el clásico japiverdi cantado por las enfermeras al día siguiente de la operación.
Después de este singular cumpleaños y el de 1975 solamente espero el diluvio. ¿Qué pasó en 1975? Pues solamente hubo espacio para los abrazos familiares. Una justa huelga policial, que desembocó en incendios y saqueos, fue cortada en seco por un toque de queda que dejó - según el balance oficial- 86 muertos, 155 heridos y 1012 detenidos. Todavía recuerdo los gritos de guerra de la soldadesca que fusil y bayoneta calada en mano irrumpió en la casa de mis padres - en el centro de Lima- supuestamente en busca de saqueadores. Ni en broma podía armarse un bururú.
Que venga pues ese diluvio.
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