La derecha en el poder desde los años 90 se ha esmerado por emputecer
la política, el fujimontesinismo es su más acabada expresión, aunque lo
visto después - a excepción del breve mandato del presidente Paniaga-
no le va muy a la zaga. El propio humalismo, al traicionar sus
postulados iniciales, le ha agregado su cuota de barro a una actividad,
que como la política, debería ser un quehacer sustancial de toda la ciudadanía peruana, sin excepciones ni limitaciones.
El
costo del envilecimiento de la política ha sido alto. Los jóvenes
sobre todo han tomado distancia de ella en las últimas décadas. La
prédica del egoismo neoliberal, la crisis de los partidos políticos y el
sistemático embrutecimiento ideológico perpetrado por los medios de
comunicación, han contribuido a ese divorcio; pero el asqueamiento
generado por las traiciones, trapacerías, robos y corruptelas de toda
naturaleza practicadas por esos políticos criollos, ha llevado también
bastante agua al mar del escepticismo, el pesimismo y el alpinchismo.
En
este contexto, a diferencia de otros tiempos, la política ha derivado
en ser la última de las actividades sociales a la que los ciudadanos, y
los jóvenes en especial, le prestan atención, salvo en los años
electorales en los que el bombardeo mediático y la amenaza de las multas
los llevan a desgano a participar en lo que suele calificarse como una
fiesta democrática, pero que en los hechos - téngase en cuenta lo
ocurrido con el comandante Ollanta- deriva en una frustración
generalizada, que ahonda la fractura entre la ciudadanía y la política.
Suele
suceder, sin embargo, que muy a pesar de esa derecha, desde la
aplicación de sus propias políticas, hay momentos en que las masas
irrumpen espontáneamente en el quehacer político y descuadran el
tinglado de las plutocracias y sus representaciones políticas. Esto es
lo que está pasando en el país con el repudio generado por la
promulgación de la ley de empleo juvenil. La derecha pensó que el pueblo
y los jóvenes directamente afectados se iban a tragar fácilmente el
sapo, pero la realidad ha sido otra. Estamos asistiendo a una verdadera
explosión juvenil. No hay ciudad importante donde no haya prendido la
protesta. Lima, Cusco, Arequipa, Trujillo, Cajamarca, Tacna,
Huancayo...Su trascendencia ha motivado una reculada general: pensando
en los millones de votos que perderían en el 2016, los trajinados y
mañosos partidos que en el congreso apoyaron la ley, hoy están en contra
de ella. La pareja presidencial ha quedado aíslada. La esclavizante ley
se está viniendo abajo. Como cualquier vulgar régimen autoritario o
dictadura sólo les quedaría la represión para imponer una norma que le
da en la yema del gusto al gran capital y a las transnacionales.
Hay
que quitarse el sombrero ante ese movimiento juvenil y ciudadano. Su
instinto, su olfato, no están descaminados. De repente, todavía muy a su
pesar están pisando el umbral de la política y de la ética que subyace
en ella, que la convierte en un ejercicio verdaderamente democrático, en
ciencia, en pedagogía, en práctica intelectual, en arte...todo ello al
servicio del bienestar de las grandes mayorías, de los desposeídos de
siempre, de los anónimos constructores de país, en costa, sierra y
selva.
He ahí un desafío para las organizaciones
partidarias o no, que siempre están al servicio del país y sus pueblos,
para darle consistencia, perdurabilidad a ese gran movimiento. Ese
instinto y ese olfato deben transformarse en conciencia, en conocimiento
pleno del porqué y del para qué se entra en la pelea, y del cómo en
ella y a través de ella -a diferencia del accionar de los políticos
criollos y cutreros- se dignifica la ciudadanía, los trabajadores de la
ciudad y del campo, los jóvenes, las mujeres, los ninguneados pueblos
amazónicos para marchar junto con ellos a hacer realidad lo que Jorge
Basadre, el historiador de la República, calificó de promesa de vida
peruana, que bien puede concentrarse en dos palabras: bienestar y
desarrollo.

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