sábado, 29 de noviembre de 2014

EL HOMBRE LOBO

La noche, como suele decirse estaba virgen y apetecible. Contra lo que suele suceder en los crudos fríos limeños la noche se presentaba manejable cuando junto con Chochera y Milton abandonamos un matrimonio, cansados de esperar a los novios. Eran las once de la noche y de ellos ni sus humos. Seguramente que han ido a meterle un pique a la luna de miel, decía un deslenguado ante un grupo de impacientes invitados que al haberse agotado sus baterías de bromas, chistes y chismes solamente atinaban ya a mirarse las caras.

Nosotros teníamos un plan B: un quinceañero en el Rímac, en el jirón Madera. No estábamos lejos del tono, solamente había que cruzar el puente Ricardo Palma, caminar  dos o tres cuadras y listo. Sólo había un pequeño problema. Siendo yo el invitado y conociendo al dueño de casa - amigos de mil combates chupísticos- estaba obligado a advertirles que todo iba a ir sobre ruedas. Espichán, mi pata, era un señor de señores que tiraba la casa por la ventana cada vez que tenía que celebrar un cumpleaños. Uno podía llevar uno, dos, tres o una tira de amigos si quisiera, y no pasaba nada. Para Espichán, los amigos de sus amigos eran también amigos de la casa, por tanto siempre iban a ser bienvenidos, nada de caras largas.

¿Donde está entonces el problema? preguntó Chochera, un tanto intrigado. 

Pues en el propio dueño de casa, le dije. Espichán, les confesé, no tiene buena borrachera. Hay un límite en su ingesta de tragos, cuando lo sobrepasa arde Troya. Del caballeroso amigo no queda nada, pobre de aquel que se cruce en su camino. En otras oportunidades, sus diablos azules los había vivido de cerca y por eso los ponía en autos. Aunque, les decía, que siempre existía un pequeño margen para el escape, que solamente lo sabíamos quienes ya habíamos gozado a Espichán.

¿Cuál ese ese margen? interrogó ahora Milton. 

Le dije que antes de su desembalse de combos y patadas, mi pata solía cuadrarse y lanzar aullidos profundos cual lobo ante la luna. O sea que apenas Espichán se pusiese a aullar, nosotros, les advertía,  teníamos que poner pies en polvorosa. No me creyeron, se jaranearon en mi cara y pensaron que los estaba toqueando por dármela de interesante. No importa, les retruqué,  vamos nomás a la jarana, pero no digan después que nos les avisé, sentencié.

Cuando llegamos a la casa, la fiesta estaba en su apogeo. Chicos y chicas, luciendo sus mejores galas, se esmeraban en el baile, mientras los mayores no se quedaban atrás. Los bocaditos iban y venían al igual que los coctelitos. La casita había resultado pequeña para los amigos de la quinceañera,  pero el corazón, como siempre ocurre con el populorum, era grande, como el entusiasmo y por supuesto que la olla. Espichán mismo era una fiesta, nos recibió con los brazos abiertos, nos presentó a gran  parte de la concurrencia y ni corto ni perezoso puso a nuestra disposición las botánicas de reglamento para calentar motores, recomendando a medio mundo, empezando por la patrona, la mejor de las atenciones.

No podíamos quejarnos. Si nos hubiéramos quedado en el matrimonio, de seguro que estaríamos trompeándonos por las chelas, en el quinceañero, ocurría todo lo contrario. Parecíamos dueños de casa y Milton, como siempre, hasta sugería discos. Duchos en estos trances nos habíamos posicionado bien, como para no perdernos lo mejor de la fiesta. Con Espichán a nuestro lado teníamos asegurada la noche: trago, comida, atenciones especiales...Todo iba bien y hasta pensábamos que teníamos pita hasta el aguadito de amanecida, cuando la noche cayó sobre la noche.

Claro, me refiero a Espichán. Se había cuadrado bajo el dintel de una puerta, un vaso en la mano izquierda y una botella de cerveza en la derecha. La mayoría, que nunca lo había gozado,  pensó que quería hablar, pero no, conociéndolo me dije: es el fin de la reunión...

Auuuuuuuuu
Auuuuuuuuu
Auuuuuuuuu

Todo se paralizó. La música cesó, los bailarines lucían rostros descompuestos mientras se separaban, las afanosas doñas empalidecieron y quedaron como clavadas en el piso con las fuentes de bocaditos en la mano, la quinceañera echó a llorar mientras se refugiaba en brazos familiares y algunos voluntariosos que acudían presurosos a calmar a Espichán abandonaban rápidamente la tarea. Había enloquecido y con sus brazos convertidos en hélices lanzaba golpes al aíre, a diestra y siniestra, mientras de sus labios los ajos y cebollas caían en catarata.

A Chochera y Milton se les congeló la sonrisa. Sus avances con unas guapas costillitas se desinflaron de golpe. Había que emprender la retirada. Las primeras luces del día nos sorprendieron cuando llegábamos a la altura del Palacio de Gobierno. No me habían creido, pero no les faltaba razón. En nuestros trajines noctámbulos habiamos visto muchas cruzadas de chicotes, pero jamás - salvo al que escribe- habían vivido una experiencia similar: un hombre que con una buena dosis de tragos se consideraba un lobo.

A los pocos días volví a ver a Espichán, como siempre muy atento y caballeroso. Nunca tocamos el tema...






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