domingo, 3 de febrero de 2013

QUERIDAS PUTAS



Renato Cisneros

Con la muerte del periodista y librero Jorge Vega, el popular y lúbrico “Veguita”, ha muerto el último amante erudito de las putas. Topógrafo de los burdeles más importantes de la Lima de los cincuenta y sesenta, “Veguita” captó desde los quince años que el prostíbulo era varios escenarios al mismo tiempo: era trastienda, era club social, era templo redentor, era sanatorio y patio de recreo. Allí –incluso con prescindencia del sexo– se podía conocer mujeres inolvidables, trabar amistades indestructibles, oír conversaciones magníficas, aguaitar a personajes inesperados, cantar óperas gloriosas y tomarse, si no un whisky o una cerveza, quizá un anisado, un Sol y Sombra (“el mejor trago para combatir el racismo limeño, pues tiene guinda negra y pisco blanco”, decía “Veguita”) o ese chilcano con rodaja de rocoto bautizado “Torito”.  

Se sabe que el librero pasó los mejores carnavales de su vida entre El Trocadero del Callao y La Nené de la avenida Colonial (hoy convertido en Las Cucardas). Sin embargo, el lugar donde más reyertas eróticas sostuvo fue en Huatica, el célebre barrio rojo de La Victoria, cuna de algunas de sus amantes más entregadas: La Mamita Luz Gómez, quien obligaba a sus clientes a bailar con ella antes de ir a la cama; La Mona, mujer de la que se enamoró Julio Ramón Ribeyro; Isabel Shimabuko, la única geisha que ha existido en el Perú, memoriosa, formada en las danzas y la literatura (“Qué periodista no se enamoró de ella”); y La Nanette, una puta parisina que le hablaba de vinos, con la que cantaba arias luego de hacer el amor y que atendía en la cuadra 4 de Huatica, la cuadra de las ‘extranjeras’.   

No fueron las únicas. El periodista Miguel Ángel Cárdenas –uno de los contados amigos que acompañó a “Veguita” hasta el crematorio– tiene registro de otras de sus “putidoncellas”: Mabel, que era dueña de un prostíbulo de la calle México adonde iba Manuel Odría con todo su gabinete (“cuando llegaba el presidente cercaban el burdel con patrulleros y nos botaban a todos”); Raquel Belaunde, prima del ex presidente, que tenía su burdel propio; y La Negra Roxana, amiga íntima del Trocadero. “Me amaba como si fuera de la familia”, confesaba.

“Veguita” era de los parroquianos que no usaban condón: prefería hacerlo a pelo, eludiendo el artificio del jebe, sin miedo a las enfermedades. “En esa época el Sida no existía. Uno no se moría. El rito terminaba cuando la chica mala te lavaba el pene con Camay. Cualquier cosa, dos ampollas de Benzetacil y listo”.  

Él repetía que las mujeres buenas no le interesaban porque su criterio de lo moral “no coincidía con la realidad”. Las prostitutas constituían su adoración porque sintonizaban con su alma solitaria, acaso misógina, pero era consciente de que ellas mantenían la alegría solo hasta que descubrían que estaban perdiendo la juventud.

Él nunca perdió la juventud. Era un septuagenario de 20 años. Perdió, sí, un ojo, producto del cáncer ocular que le quitó la vida de un zarpazo. Pero inclusive cuando caminaba por el centro de noche con su parche (“era el único pirata que vendía libros originales”, dixit Ángel Páez), el gran “Veguita” no dejaba de sonreírles a las jóvenes que le recordaban a las viejas aliadas sexuales que tanto quiso y defendió. 

Quizá por eso adelantó un epitafio pensando en ellas, sus auténticas viudas: “Aquí yace este cuerpo que se lo comerán los gusanos, porque fue lo que dejaron las polillas”.


La República, 03-01-13

 

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