viernes, 8 de octubre de 2010

Félix Dávila, reportero gráfico, Mario Vargas Llosa
y Carlitos Ney, en un reencuentro.


Mario Vargas Llosa


Nota del editor.-
Las líneas que a continuación publicamos son un fragmento del artículo Creadores Culturales en la truculenta Lima, publicado inicialmente en la revista electrónica Ciberayllu y luego en el libro El amor en tiempo de bolero
, ambos de mi autoría. Lo reproducimos para que nuestros lectores conozcanlos inicios literarios de nuestro hoy flamante Premio Nobel de Literatura.

«Hablar de libros, de autores, de poesía, con Carlitos Ney,
en los cuchitriles inmundos del centro de Lima,
o en los bulliciosos y promiscuos burdeles era exaltante»
Mario Vargas Llosa1



Se nos hace hoy difícil pensar en un Mario Vargas Llosa frecuentando bares, lupanares, callejones y hoteluchos de Lima, enamorando prostitutas, mandándose un jalón de cocaína en el «Negro Negro», otrora intelectualizada
boite de la plaza San Martín —donde Alfredo Bryce Echenique terminaba sus noches de bohemia cantando boleros de Daniel Santos— o simplemente sorteando borrachos, homosexuales, vagos y noctámbulos de todo pelaje, que hasta ahora dan vida a las noches de La Colmena, pero que en los años 50 de la bohemia vargasllosiana, merodeaban o eran habitúes del «Palermo», el «Chinochino», o el «bar sin nombre», clásicos reductos de tragos, amistad y del pensamiento libre, frecuentados por el entonces joven escritor arequipeño y los intelectuales de esa época3.

En esos ambientes, contra lo que puedan pensar los santurrones de siempre, Vargas Llosa avanzó leguas en su educación literaria. Carlitos Ney Barrionuevo, un periodista de carne y hueso al que todavía es posible ubicar en algún bar capitalino, se convirtió —lo confiesa el propio autor en El Pez en el Agua— en su director literario. César Vallejo, Martín Adán, José María Eguren, André Malraux, Jean-Paul Sartre, James Joyce y muchos otros más desfilaron por primera vez ante el novel Vargas Llosa, por obra precisamente de su compañero de tragos y aventuras. Si alguien dudara todavía de cuán fecundas pudieron ser esas noches de bohemia remítase simplemente a Conversación en «la Catedral», donde con los maquillajes correspondientes a todo trabajo literario, Vargas Llosa evocó sus andanzas juveniles.

«La Catedral» fue, precisamente, una conocida chingana de obreros, artesanos y desocupados, ubicada al borde del cuartel primero de la vieja Lima, en las inmediaciones del Puente del Ejército y de la avenida Argentina, donde —como se lee en la novela— en medio del tronar de una radiola multicolor y de los olores a sudor, ají, cebollas, orines y basura, se desarrollarán las conversaciones entre Zavalita (el de la siempre urticante pregunta: ¿En qué momento se jodió el Perú?) y Ambrosio, protagonistas centrales de la obra que radiografió los intersticios de la dictadura odriísta (1948-1956); expresión política de un puñado de ricachones que con el viejo cuento de la modernización hicieron de nuestra economía un abrevadero para los inversionistas foráneos y locales.

La urbe que creció, se tugurizó y darwinizó bajo el tuntún del capital, de la oferta y la demanda de los espacios físicos, empujó a los más débiles, incluyendo a los que llegaban de provincias, a los canchones, pampas y cerros de los arrabales y a cuanto lugar hubiera, habitable o no, para seguir agarrándose a puñetazos con la vida. Zaheridos por el Perú oficial, los protagonistas de estas epopeyas, que no figuran en los grandes libros, comenzaron a ganar voz y espacio como figuras de los cuentos de Julio Ramón Ribeyro4 y Enrique Congrains. «Los gallinazos sin plumas» y «Al pie del acantilado», del primero; y «El niño de junto al cielo», «Domingo en la jaula de estera», o «Lima, hora cero», escritos por el segundo, por su realismo, como escribió Luis F. Vidal, van a dar cuenta de las contradicciones de la nueva configuración social de la ciudad5.

La gente del pueblo —dirá el personaje central de «Al pie del acantilado»— somos como la higuerilla, que crece en los arenales, en las acequias sin riego, en el desmonte, sobre el canto rodado, alrededor de los muladares y que sin pedir tregua al sol ni a la sal de los vientos del mar, se expande por doquier. «Allí donde el hombre de la costa encuentra una higuerilla, allí hace su casa porque sabe que allí podrá también él vivir»6, nos dice el hombre que en ¿la ficción? fue a parar con sus huesos a los barrancos de Magdalena, corrido «como bandido» por los policías y escribanos que lo arrojaban de quinta en quinta, de corralón en corralón.

La realidad, tan brutal como la ficción, estaba marcada por el caos, el laberinto y la degradación. Calles y plazas van exhalando un hollín material y espiritual, pero al mismo tiempo esperanzadoras alternativas de vida que se difunden aquí y allá sin más levadura que la lucha por la supervivencia. Estoy parado /estoy sin trabajo/ estoy de cabeza y sigo estando sin trabajo./Llego a este banco de parque/ a disputar un sitio/ arrastrando los pies./ Estoy destruido sin siquiera bordear los 40./Estoy asustado/ sin S.S./ sin L.E./ sin L.M./ sin plata... escribiría el poeta Jorge Pimentel expresando quizás su desventura personal, pero también la de muchos desesperados por los golpes de la vida. Pero el mismo vate, en otro poema, en los marcos de la misma caotizada urbe nos va a señalar la salida que desde abajo van construyendo los mismos excluidos: Pepsi Cola Coca Cola/pan con huevo pan con huevo/cigarros fósforos/jebe jebe jebe jebe/ Lander Americano para caballeros/ la negra historia de los Prado/ oiga vea oiga vea/ casimires baratos perfumes.../ 7


http://www.ciberayllu.org/

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