Renato Cisneros
Con la muerte del periodista y librero Jorge Vega, el popular y
lúbrico “Veguita”, ha muerto el último amante erudito de las putas.
Topógrafo de los burdeles más importantes de la Lima de los cincuenta y
sesenta, “Veguita” captó desde los quince años que el prostíbulo era
varios escenarios al mismo tiempo: era trastienda, era club social, era
templo redentor, era sanatorio y patio de recreo. Allí –incluso con
prescindencia del sexo– se podía conocer mujeres inolvidables, trabar
amistades indestructibles, oír conversaciones magníficas, aguaitar a
personajes inesperados, cantar óperas gloriosas y tomarse, si no un
whisky o una cerveza, quizá un anisado, un Sol y Sombra (“el mejor trago
para combatir el racismo limeño, pues tiene guinda negra y pisco
blanco”, decía “Veguita”) o ese chilcano con rodaja de rocoto bautizado
“Torito”.
Se sabe que el librero pasó los mejores carnavales de su vida entre
El Trocadero del Callao y La Nené de la avenida Colonial (hoy convertido
en Las Cucardas). Sin embargo, el lugar donde más reyertas eróticas
sostuvo fue en Huatica, el célebre barrio rojo de La Victoria, cuna de
algunas de sus amantes más entregadas: La Mamita Luz Gómez, quien
obligaba a sus clientes a bailar con ella antes de ir a la cama; La
Mona, mujer de la que se enamoró Julio Ramón Ribeyro; Isabel Shimabuko,
la única geisha que ha existido en el Perú, memoriosa, formada en las
danzas y la literatura (“Qué periodista no se enamoró de ella”); y La
Nanette, una puta parisina que le hablaba de vinos, con la que cantaba
arias luego de hacer el amor y que atendía en la cuadra 4 de Huatica, la
cuadra de las ‘extranjeras’.
No fueron las únicas. El periodista Miguel Ángel Cárdenas –uno de
los contados amigos que acompañó a “Veguita” hasta el crematorio– tiene
registro de otras de sus “putidoncellas”: Mabel, que era dueña de un
prostíbulo de la calle México adonde iba Manuel Odría con todo su
gabinete (“cuando llegaba el presidente cercaban el burdel con
patrulleros y nos botaban a todos”); Raquel Belaunde, prima del ex
presidente, que tenía su burdel propio; y La Negra Roxana, amiga íntima
del Trocadero. “Me amaba como si fuera de la familia”, confesaba.
“Veguita” era de los parroquianos que no usaban condón: prefería
hacerlo a pelo, eludiendo el artificio del jebe, sin miedo a las
enfermedades. “En esa época el Sida no existía. Uno no se moría. El rito
terminaba cuando la chica mala te lavaba el pene con Camay. Cualquier
cosa, dos ampollas de Benzetacil y listo”.
Él repetía que las mujeres buenas no le interesaban porque su
criterio de lo moral “no coincidía con la realidad”. Las prostitutas
constituían su adoración porque sintonizaban con su alma solitaria,
acaso misógina, pero era consciente de que ellas mantenían la alegría
solo hasta que descubrían que estaban perdiendo la juventud.
Él nunca perdió la juventud. Era un septuagenario de 20 años.
Perdió, sí, un ojo, producto del cáncer ocular que le quitó la vida de
un zarpazo. Pero inclusive cuando caminaba por el centro de noche con su
parche (“era el único pirata que vendía libros originales”, dixit Ángel
Páez), el gran “Veguita” no dejaba de sonreírles a las jóvenes que le
recordaban a las viejas aliadas sexuales que tanto quiso y defendió.
Quizá por eso adelantó un epitafio pensando en ellas, sus auténticas
viudas: “Aquí yace este cuerpo que se lo comerán los gusanos, porque
fue lo que dejaron las polillas”.
La República, 03-01-13
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