miércoles, 4 de noviembre de 2015

LA VIGENCIA DE UN ESCRITOR MALDITO


El maestro Oswaldo Reynoso, con sus más de 80 pirulos encima, sigue vivito y coleando, escribiendo y hablando sus verdades, le duela a quien le duela. Tiene la entereza y la autoridad moral  de sus años y de su largo trajinar literario como para seguir exclamando como en sus tiempos mozos: "Me cago en los críticos del Perú"...

En 1961, con Los Inocentes, Reynoso sacudió Lima con las historias de adolescentes  que a través de ellas le escupieron al mundo su realidad, sus miserias, sus intimidades, sus pulsaciones sexuales. Con esos relatos de collera, trasmitidos en el propio lenguaje de sus protagonistas, Reynoso ingresó a patada limpia en la historia de la literatura peruana, enrostrando con su obra los convencionalismos y las hipocresías de la época, como la propia realidad a la que se debía la ficción.

El Octubre no hay milagros, publicada por primera vez en 1965, hace exactamente 50 años, Reynoso le puso la cereza a la torta. Sus obras fueron incineradas y el autor satanizado. Hasta el título de profesor le quisieron quitar. Pasó a convertirse así en un escritor maldito, respaldado por autores como José María Arguedas, Washington Delgado, Sebastián Salazar Bondy y hasta por el propio Vargas Llosa, entre otros, pero odiado por los gonfaloneros del sistema, que no le perdonan su heterodoxia literaria como sus apreciaciones críticas al orden establecido, que no son de ahora, son de siempre y que se reflejan en su obra literaria, sin que ello debilite su valor estético.

En Octubre no hay milagros es un buen ejemplo de lo que estamos afirmando. A partir de la historia de una empobrecida familia clasemediera, a punto de ser arrojada a la calle, Reynoso desnuda las precariedades sociales y contradicciones de un sistema que a mitad de los años 60 hace agua por todos lados, pero que puntualmente -  mes de octubre- rinde culto a una efigie religiosa creada por esclavos negros por sí y para sí; pero que terminó siendo el gran señor de la plebe, pero también de los señoritos; del pueblo, pero también de los amos.

Esa igualdad, lo reseña el autor,  no estaba en los orígenes del Cristo de los esclavos. "...mientras la hispánica nobleza y la criolla burguesía no se cansaban de agradecer al Altísimo  por el orden social y pedirle que lo haga eterno: los esclavos en torno de su Cristo de Pachacamilla, fueron aprendiendo que ellos, también, eran humanos. Y en la sangre reseca de sus espaldas azotadas, en el ...sudor de sus cuerpos famélicos fue naciendo...el sentimiento de la solidaridad...se dieron cuenta de que eran muchos más que sus amos". El hábito morado cubre a todos, a explotadores y explotados, a los opresores y oprimidos.

Corren los años 60. El Perú vive la decadencia de un orden que a pesar de sus pantallazos de modernidad capitalista no puede sin embargo resolver sus graves problemas estructurales, en la ciudad como en el campo,  arrastrados algunos de ellos desde los tiempos coloniales. La trama de la novela refleja esos desencuentros, los protagonistas están en uno u otro lado de esa sociedad dividida, enfrentada, donde la violencia, como siempre, es una constante, no una excepción, incluso en los regímenes democráticos. 

"...ya su padre, ministro, banquero, industrial  y casi Presidente de la República le había dicho que la única manera de gobernar a este pueblo de zambos, indios y cholos era la fuerza: hambre, cárcel y bala, pero dosificados con inteligencia y tacto para mantener tranquila a la plebe".

La urbe limeña, sus barrios pobres o encopetados,  su centro histórico tugurizado, como sus cerros y corralones, constituyen el habitat de una población terriblemente diferenciada tanto económica, como social y culturalmente. El Cristo Morado, el hábito, presente en cada uno de esos escalones sociales, podrá cubrir a unos y otros, pero no podrá resolver los antagonismos, mucho menos  la podredumbre moral de los dueños del Perú expresada en un personaje como don Manuel, amo y señor de bienes y vidas, en especial de los jóvenes sin futuro de cuyos cuerpos sabe también apoderarse.

"... Tito quiso bañarse, tenía vergüenza del sudor meloso de su cuerpo sucio; pero don Manuel se lo impidió: deseaba gustar el olor plebeyo, picante, que Tito traía de los callejones de La Victoria". 

Sin embargo, en medio de ese infierno social y moral, hay espacios para los sueños, para las utopías, para las reflexiones de largo aliento, para las conversaciones con los lectores a través de la novela. Esta es otra de las razones por las que Reynoso se convierte desde de esos años en un escritor maldito. No se contenta con hacer literatatura de esos infiernos, también se da maña para mostrar a los lectores un camino: el de la transformación, el del cambio, el de la revolución socialista, que "...depende de la acción colectiva y consciente de todos los que, como tú, no tienen un pedacito de tierra en su país, para vivir".

De nada sirvió el escandaloso cerco de agravios y persecusión que el Perú oficial construyó en torno al escritor arequipeño. A Reynoso lo leen hoy miles de lectores del Perú y del extranjero, especialmente los jóvenes. La explicación es una sola: a los méritos literarios de su trabajo hay que sumar la consecuencia de un autor en develar, desde la literatura, situaciones objetivas que la burguesía y sus epígonos suelen encubrir. Esas realidades injustas, oprobiosas, están ahí incólumes. Las formas de su existencia habrán variado con cada proceso de modernización capitalista que el Perú ha vivido desde los años 60, pero  sustancialmente nada ha cambiado.

Por eso es que hay Reynoso para rato.








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