No, no se lo pude contar a mi padre.
Ocurrió en
julio, siempre frío y neblinoso, mucho más en el hospital donde estaba
internado mi padre y gélido si se trataba de domingo, día en que como en
una procesión silenciosa los familiares entrábamos y salíamos por una
sola puerta, la de emergencia, estrangulando cada cual sus propios
sentimientos.
Ingresaba raudo cuando divisé al joven
Alejandro. Había sido mi alumno años atrás, pero ahora lo veía con
cierta regularidad, éramos miembros del Consejo de Facultad donde no
siempre coincidíamos en las salidas a los problemas en discusión; es
más, podríamos decir que no pocas veces las reuniones terminaban a
capazos.
Al cruzarnos en el pasadizo casi en penumbras nos saludamos respetuosamente y seguí caminando, el tiempo apremiaba.
No
llegaba a la puerta del ascensor cuando escuché el llamado: ¡profesor!
¡profesor! Era, Alejandro, se había detenido, girado y caminaba hacia
mi. Cuando estuve a un par de metros, al borde de la angustia, lo veía
en su rostro, me dijo "mi padre ha muerto, me lo acaban de decir, su
cuerpo está en el mortuorio"...
Era la primera persona que recibía la noticia. Su madre, sus hermanos, sus familiares, ignoraban el fatal desenlace.
Alejandro vivía momentos en los cuales se requiere siempre una voz cálida, amical, un hombro en el que apoyarse.
Entendí
rápidamente que no podía fallarle, tenía mis propias urgencias, pero en
esos momentos había una prioridad de prioridades. No era amigo de
Alejandro, había sido su profesor, pero la vida me había enseñado que la
docencia nunca deja de ejercerse, aunque los años se amontonen, uno
tras otro.
Ese domingo no vi a mi padre. En torno a uno
o dos humeantes cafés le expliqué al dolido Alejandro el verdadero
significado de la vida, sus contrastes, las alegrías que nos traen y las
penas que también nos acarrea. Cuando nos despedimos, dos horas
después, sellamos con un abrazo el coloquio, el dolor de la pérdida del
ser querido nos había acercado.
Me hubiera gustado
contarle esta historia a mi padre. No pude hacerlo ni ese domingo ni los
día subsiguientes, su gravedad se había acentuado, estaba viviendo sus
últimas horas a nuestro lado. La recuerdo ahora, porque un día como
hoy, 31 de julio, se cumplen 8 años de su desaparición física.
Sé que le agradará, esté donde esté.
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