viernes, 1 de agosto de 2014

LO QUE NO LE CONTÉ A MI PADRE

No, no se lo pude contar a mi padre.

Ocurrió en julio, siempre frío y neblinoso, mucho más en el hospital donde estaba internado mi padre y gélido si se trataba de domingo, día en que como en una procesión silenciosa los familiares entrábamos y salíamos por una sola puerta, la de emergencia, estrangulando cada cual sus propios sentimientos.

Ingresaba raudo cuando divisé al joven Alejandro. Había sido mi alumno años atrás, pero ahora lo veía con cierta regularidad, éramos miembros del Consejo de Facultad donde no siempre coincidíamos en las salidas  a los problemas en discusión; es más, podríamos decir que no pocas veces las reuniones terminaban a capazos.

Al cruzarnos en el pasadizo casi en penumbras nos saludamos respetuosamente y seguí caminando, el tiempo apremiaba.

No llegaba a la puerta del ascensor cuando escuché el llamado: ¡profesor! ¡profesor! Era, Alejandro, se había detenido, girado y caminaba hacia mi. Cuando estuve a un par de metros, al borde de la angustia, lo veía en su rostro, me dijo "mi padre ha muerto, me lo acaban de decir, su cuerpo está en el mortuorio"...

Era la primera persona que recibía la noticia. Su madre, sus hermanos, sus familiares, ignoraban el fatal desenlace.

Alejandro vivía momentos en los cuales se requiere siempre una voz cálida, amical, un hombro en el que apoyarse.

Entendí rápidamente que no podía fallarle, tenía mis propias urgencias, pero en esos momentos había una prioridad de prioridades. No era amigo de Alejandro, había sido su profesor, pero la vida me había enseñado que la docencia nunca deja de ejercerse, aunque los años se amontonen, uno tras otro.

Ese domingo no vi a mi padre. En torno a uno o dos humeantes cafés le expliqué al dolido Alejandro el verdadero significado de la vida, sus contrastes, las alegrías que nos traen y las penas que también nos acarrea.  Cuando nos despedimos, dos horas después, sellamos con un abrazo el coloquio, el dolor de la pérdida del ser querido nos había acercado.

Me hubiera gustado contarle esta historia a mi padre. No pude hacerlo ni ese domingo ni los día subsiguientes, su gravedad se había acentuado, estaba viviendo sus últimas horas a nuestro lado.  La recuerdo ahora, porque un día como hoy, 31 de julio, se cumplen 8 años de su desaparición física.

Sé que le agradará, esté donde esté.

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