Cuando nació mi primogénita, hoy una bullidora abogada, andábamos
por las punas de Junín con mi hermano Ramón Aranda de los Ríos, que en
paz descanse y goce del amén de los dioses del Olimpo. Contra lo que
pueda suponerse no andábamos de pachanga, nos estábamos ganando los
frejoles como profesores de un animado grupo de alumnas de la Escuela de
Trabajo Social de San Marcos, y me había tocado anclar en Racracalla,
la comarca más alejada del distrito de Comas, Cochas y Mariscal
Castilla, cuando un chasqui de nuevo tipo me dio la buena nueva:
¡Elbita ya dio a luz!
Era mi debut como padre.
No hacía ni 72 horas que habíamos dejado Lima con la seguridad de que el
nacimiento se produciría en los primeros días de setiembre, dándome el
tiempo suficiente - pensé- para asentarme en mis labores en la puna para
luego bajar a la capital y esperar el nacimiento.
La
cigüeña, sin embargo, no gozaba de tanta paciencia. Ni bien el ómnibus
estaba trepando por la carretera central el alumbramiento comenzó a
anunciarse. Los nervios, la separación no prevista, la incertidumbre
propia de una primeriza obligaron a Elbita a tocar las puertas del
Hospital San Bartolomé antes de lo programado. Mi madre y mi hermana Ana
me reemplazaron en la fría madrugada limeña cuando el parto era
inminente, para luego ser sustituidas por una verdadera cadena de
solidaridad implementada por mis amigos sanmarquinos.
En
esos años solidaridad era una palabra de gran calibre. Julio Castro y
María Julia Tapia, ambos médicos, jugaron su papel dentro del Hospital;
Andrés Huguet y Rosita Tapia cubrieron el espacio externo; mientras que
en Huancayo, punto de entrada hacia las punas de Junín, los recordados
Lucho Ruiz y David Motta fueron los enlaces que me permitieron -
chasquis de por medio- saber que desde el 15 de agosto era padre de una
criatura que llegó al mundo pesando tres kilos y medio.
¿Qué
hacer en esas circunstancias? Era imperioso mi desplazamiento hacia
Lima, pero ¿que llevarle al recién nacido cuyo sexo ignoraba? Racracalla
es una comunidad de pastores y agricultores, por lo tanto la textilería
no era una actividad ajena a su labores habituales. En el poco tiempo
de que disponía adquirí una hermosa manta multicolor, que con sus
típicas fragancias andinas, sirvió para cubrir el cuerpecito de la
recién nacida, a la que conocí luego de un viaje espectacular que lo
inicié a pie, lo continué en un camión que se desplazaba de las selvas
de Satipo hacia Huancayo y lo concluí en un viejo ómnbus de la empresa
Hidalgo que contra todos los pronósticos llegó a Lima en el tiempo
programado.
En Lima, en mi pequeño
depa de Monserrate, me enteré recién que era padre de una mujercita a la
que gracias a una sabia salida consensual, pusimos por nombre Clara
Celinda, los nombres de sus abuelas...
El nacimiento de mi segundo hijo, Kobi, corresponde a otra historia, su mismo nombre merece un capítulo especial...
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