sábado, 1 de octubre de 2011

Joe Arroyo:
EN BARRANQUILLA ME QUEDO



Rigoberto Villalta


Joe Arroyo recibió en vida innumerables reconocimientos. Fue el indiscutible Rey del Carnaval de Barranquiilla al ganar por ocho veces el “Congo de Oro”. Su sabor a calle y su talento innato para el difícil arte del soneo fueron su mejor carta de presentación. Aunque partió el pasado 26 de julio, su legado permanecerá por siempre en el bailador.

Desde mediados de la década de 1960 Latinoamérica empezó a ser invadida por la música afrocaribeña trabajada en Nueva York, una expresión tan irreverente y agresiva como el entorno que la producía. Luego de la clausura de Cuba, la ciudad de los rascacielos suplió a “La Perla de las Antillas” como la mata donde se empezó a gestar un nuevo sonido, pues aunque se tocaba el son de siempre, éste empezó a perfilar otras características tanto musicales como socioculturales que se traducirían en el movimiento de la salsa.

Cartagena, la tierra natal de Joe Arroyo, no fue ajena a este devenir y, como sucedió en Caracas o en nuestro Callao, la sonoridad parida en Nueva York empezó a ser adoptada por los sectores populares. En el caso de Colombia, sin embargo, el baile se anteponía a cualquier otra consideración. Escritores como Umberto Valverde o el desaparecido Andrés Caicedo han testimoniado que en Barranquilla o Cali bailar es un acto de fe, tan natural como respirar y tan complicado como vivir.

Supervivencia en clave de son

No pocos personajes de la salsa, y desde mucho antes de que la expresión se empezara a denominar así, son de origen humilde: desde Beny Moré, que tuvo que dejar la escuela para trabajar en el campo, hasta Ismael Rivera, que desde muy temprana edad se hizo albañil para taparle la boca al hambre. Curiosamente, estos dos grandes del soneo afroantillano tuvieron padres ausentes; y en ambos casos la presencia materna fue imprescindible para forjar al hombre y al artista.

Joe Arroyo perteneció a esta estirpe en la que las limitaciones materiales son apenas un pretexto para escapar de la pobreza. En el caso del colombiano, la situación fue incluso más extrema, pues tuvo que trabajar desde niño vendiendo latas de agua, ya que lo único que le dio su padre fueron 39 hermanos. Para remate, fue expulsado de la escuela cuando lo descubrieron cantando en el “barrio de tolerancia” de Cartagena. Finalmente, para bien o para mal, se convirtió en ídolo de prostitutas y rufianes. Pero ya cantaba.

Poco a poco se hizo de un nombre, y se trasladó a Barranquilla a inicios de los setenta, donde formó La Protesta. Su decisión arrancó lágrimas a su madre, quien no quería que su hijo, de apenas 15 años de edad, sucumbiera a la bohemia. Aun así, Joe estaba decidido y se adentró en la noche barranquillera, en la que empezó a degustar los sinsabores de una adolescencia que ya había comenzado mucho antes.

En 1972 debutó con la orquesta de Fruko y sus Tesos, con la que impuso una gran cantidad de éxitos en un tiempo relativamente corto. Hizo nuevas versiones de temas instalados en la escena por agrupaciones neoyorquinas y puertorriqueñas, como “Ahora vengo yo” y “Julia”; pero, sobre todo, se empezó a pulir el estilo de la orquesta, no muy ambiciosa en materia de armonías y estructura y con un manejo del ritmo bastante elemental, a diferencia de la osadía y agresividad que marcó a fuego la salsa producida en Nueva York.

Con todo, Joe Arroyo siempre tuvo muy claro un principio que fue la constante durante toda su carrera: hacer música para bailar. Como curiosidad, en 1973 grabó con Fruko el álbum La fruta bomba, en el que destaca el instrumental “Tiahuanaco”, cuyo autor es el pianista peruano Alfredito Linares.

La importancia de echar un pie

Valgan verdades, los ortodoxos siempre menospreciaron la obra de Joe Arroyo. Y no les faltaba razón, pues si se la analiza desde una perspectiva estrictamente musical surgen inevitablemente las objeciones y las comparaciones. Sin embargo, así se soslaya que la industria de la salsa está dirigida fundamentalmente a ese gran público que se mueve por obra y gracia de las modas y el marketing. Es decir, ese gran público que no concibe la música afrocaribeña sin la circunstancia del baile y su carácter festivo. Aun así, y contra lo que se suele pensar, hacer música con el único objetivo de fomentar el baile no es tan fácil como parece, pues más que los específicos conocimientos musicales se requiere la intuición para darle gusto al bailador.

Joe Arroyo tuvo ese don, y de ahí que se impusiera durante la segunda mitad de los años ochenta del siglo pasado, época en la que la salsa tradicional producida en Nueva York y Puerto Rico vivía su mayor crisis luego del auge de la década anterior. César Miguel Rondón, autor de El libro de la salsa, ni menciona a Joe Arroyo; tampoco habla de Fruko y sus Tesos ni de The Latin Brothers. Y eso que la voz de Arroyo inmortalizó “Patrona de los reclusos”, un tema que, obviando las carencias de índole musical, se ha convertido, al menos en el Perú, en una suerte de declaración de principios entre la gente que purga condena en prisión.

Es más: en 1977, en pleno reinado de La Fania y sus estrellas, impuso su versión de “El Negro Chombo”, que, también en nuestra patria, superó largamente en popularidad el mismo tema que ese mismo año publicara en el sello neoyorquino Tommy Olivencia con la parte vocal de Paquito Guzmán y la producción de Luis Perico Ortiz.

Además, comenzando 1976 se presentó con Fruko y sus Tesos en el mítico Madison Square Garden, donde compartió tarima con Adalberto Santiago y Los Kimbos, Andy Harlow, Néstor Sánchez, quien debutaba con el Conjunto Candela, y el gran Rafael Cortijo. De hecho, ésta fue la primera orquesta sudamericana que se presentó en el coloso neoyorquino, y entonces la voz de Arroyo no pidió permiso para codearse con los mejores.

Estos pergaminos no fueron tomados en cuenta por Rondón ni por los entendidos, pues el sonido de esta agrupación, más emparentado con la cumbia que con la salsa propiamente dicha, lo descartaba como propuesta que mereciera ser tomada en cuenta.

Simplemente la verdad

En 1981 se lanzó como solista al fundar en Barranquilla su propia orquesta, a la que bautizó La Verdad, “pues llevaba mucho tiempo hablando de ello y empezaron a decir que esa orquesta era la mentira, así que la llamé La Verdad”. Pero Joe se trasladaba constantemente a Cartagena y pasaba largas temporadas en Medellín para grabar en los estudios del sello Fuentes.

El despegue de su carrera estuvo acompañado de los problemas de salud. Las noches de bohemia empezaron a pasar factura, aun cuando Joe Arroyo no había cumplido todavía los 30 años edad. Peor aun: en 1983 lo dieron por muerto, cuando lo cierto es que había estado en coma por una semana debido al abuso de drogas y un problema de tiroides.

Plenamente recuperado, prosiguió con su proyecto, cuyo legado más relevante es la creación del lo que él mismo denominó joesón, un estilo muy particular que definía como “una combinación propia de los ingredientes conocidos: una pizca de soca, algo de chandé, mezcla de ritmos caribeños, lo nuevo que llega del África, la fuerza de la cumbia, salsa al gusto, lo definible e indefinible que da lugar al joesón”.

Su carrera es especialmente relevante, porque logró imponerse en una etapa muy difícil por el auge de la denominada salsa sensual. La lista de sus mayores éxitos incluye “La rebelión”, “El palo”, “Me le fugué a la candela”, “Pa’l bailador”, “Las cajas”, “La noche”, “En Barranquilla me quedo” y “La guerra de los callados”.

Así, a pesar de que su propuesta estrictamente musical puede generar muchas críticas por sus excesivas concesiones comerciales, el colombiano supo mantenerse en los primeros lugares, al tiempo que se consolidaba como un artista popular al que el público aplaudía sus logros y perdonaba sus excesos.

Pero todo tiene su final. Perdiendo el olfato que siempre lo caracterizó, en 1991 firmó con la poderosa Sony y grabó una serie de discos que no alcanzaron los niveles de venta logrados con Fuentes. “El dilema es que Joe graba en Miami en esta etapa con Sony. Ya no hace música para Barranquilla, ni para Cali”.

Sea como fuere, Joe Arroyo se podía dar el lujo de vivir del éxito cosechado, pues ya había alcanzado el privilegio de trascender las modas y el tiempo, haciéndose de un lugar en el imaginario popular. Tanto es así que mucho antes de que nos dejara ya se había impuesto como una regla no escrita que en toda fiesta que se respete no debía faltar, al menos, un tema del intérprete de “Pa’l bailador”. Menudo reconocimiento que muy pocos han logra

Revista ideele
1-10-11

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