Carta a Carlos Iván, mi hermano, a los dos meses de su muerte
Dedicatoria:
A los del MIR, a los del PUM, a los Zorros y a todos los que por fin lo lograron, lamentablemente, ya en tu ausencia, hermano.
Epígrafes:
El tuyo: “Cuando se miran de frente los vertiginosos ojos de la muerte, se dicen las verdades, las bárbaras terribles, amorosas crueldades…” (Gabriel Celaya).
El mío: “Surgiendo de la nada hemos alcanzado las más altas cimas de la miseria” (Groucho Marx).
El de los de la dedicatoria: “Cuando un mariateguista muere, nunca muere” (de una corona fúnebre anónima).
Disculpas:
Discúlpame hermano por no ser tan ponderado como tú, que lograste que El Comercio y La República te hicieran homenajes, ambos el mismo domingo. Yo soy más imprudente y nuestras últimas conversaciones me convencieron de que a esta edad ya las cosas se dicen sin ningún temor, sobre todo cuando, como tú decías, se tiene muy poco o nada que perder.
Carta
Querido hermano, te vuelvo a escribir a 30 días de mi primera carta. Todavía me duele el que la vida no te haya alcanzado para realizar tus últimos deseos: el ver La Herradura como era cuando íbamos de chicos, promesa que espero Susana cumpla: estaba planificada apenas para octubre o noviembre, así que en realidad era un deseo irrealizable. Era imposible que vivieras tanto tiempo estando como estabas. De todas maneras, yo puse a uno de mis gatitos chinos a que mueva una mano sin cesar con un papelito que decía “que llegue a ver La Herradura”, pero lo hice con pocas esperanzas. Tus otros deseos realmente se quemaron en la puerta del horno. Teníamos todo planeado para viajar a Pucurí a ver la casa de los abuelos: tenías muchísima ilusión y el día anterior al viaje se te obstruyó el intestino, pasaste a la etapa final de tu enfermedad, y el viaje se frustró al igual que el que estaba planeado para la semana siguiente a la comunidad de Pacaraos, donde habías hecho tu primer trabajo de campo. Igual tu muerte frustró, y aún me duele, el que veas a Patricia, que llegaba el 24: tú te fuiste el 18. Lo que sí logramos, hermano, gracias a la ayuda de Pablo, tu discípulo y amigo querido que vino desde España especialmente a trabajar contigo, fue terminar tus libros o casi terminar los prólogos que faltaban. Yo me convertí en celoso guardián de tus energías; de acuerdo contigo, hice todo lo necesario para que las pocas energías que aún te quedaban las usaras en trabajar con Pablo y Juan Carlos, en dos turnos, casi 7 horas diarias. Suspendimos las visitas: para verte había que pedir cita y solo podías recibir amigos por 5 ó 10 minutos como máximo. Ellos muchas veces no se daban cuenta de que te estabas muriendo, hermano. Fui inflexible con el manejo de tu agenda; impedí el ingreso hasta a los más amigos si es que no era una cita previamente pactada, y controlé el tiempo de las visitas hasta que ya tus energías no daban para más y tú mismo me decías “basta, hasta aquí nomás”. Me siento muy gratificado por haber sido uno de los que hizo posible el que por lo menos uno de tus deseos, el de terminar tus libros, se pudiera hacer realidad, y me apena mucho que hayas muerto sin poder hacer realidad los otros. El tiempo no te alcanzó.
El funeral
A dos meses de tu muerte, hay mucho que contarte. Si no estás en alguna parte del universo infinito viendo lo que pasa en esta minúscula ciudad, no sabes lo que fue tu funeral. Y debo decirte, hermano, que yo tenía razón. Es que tú nunca fuiste consciente de lo que eras y lo que representabas, como le sucede a toda persona humilde y valiosa de verdad: nunca se la cree, y tú nunca te la creíste cuando yo te decía que probablemente a tu funeral iría mucha gente y me decías que estaba loco, que desvariaba. Nunca te sentiste distinto o más que cualquier peruano honrado, modesto, y por eso nunca pensaste que tu funeral sería distinto al de cualquier “hijo de vecino”. A las justas pude conversar contigo acerca del lugar donde sería, si sería laico o con el ritual católico tradicional, y tú escogiste lo segundo porque no obstante tu agnosticismo tu formación había sido católica, y me pediste que fuera en La Recoleta, en la plaza Francia, por la identificación que ésta tenía con las luchas por los derechos humanos. Rechazaste de plano que tu funeral tuviera algo que ver con la Universidad de San Marcos, donde tú siempre enseñaste y a la que tanto querías, porque te daban asco sus corruptas y miserables autoridades actuales.
Todos creen, hermano, que tu funeral fue como tú lo quisiste, que planificaste todo. No saben, hermano, que todo lo planifiqué yo. No saben que tú no sabes que tu velorio duró dos días, que llegaron más de cien coronas de flores, que hubo música. Creen que tú escogiste las canciones; no saben que las escogí yo basándome en el recuerdo del año que vivimos juntos en Ayacucho. Tú no sabes, hermano, que tocaron, para despedirte, Shimango, Máximo Damián, Manuelcha Prado, Chano Díaz y Jaime Quilca; peor aun: no sabes que los Yuyas fueron a darte la despedida. Cuando Miguel, tratando de tocar tu ataúd cuando la carroza fúnebre ya partía, me preguntó si tú sabías que ellos irían, le mentí, hermano, le dije que sí sabías; no me atreví a decirle que cuando te pusiste mal yo, secretamente, lo llamé y lo invité a que vayan a despedirte sabiendo muy bien cuánto te querían —y fueron, hermano, y fue muy hermoso—: tocaron y cantaron en la plaza después de la misa. Fue una fiesta, y tú, muerto en un cajón, sin enterarte ya de nada, sin saber que Delfina recitó a Vallejo para ti, que Edilberto habló llorando, y yo viendo que pongan las flores en las cuatro carrozas, hablando con el señor Merino, el dueño de la funeraria, que fue personalmente a saludarme a mí y a Maritzita pensando seguramente que éramos una familia muy importante. El señor Merino que puso en su contrato, ante mi indignación, que tu ataúd sería cargado por una cuadrilla de smoking de raza negra, y yo le pregunté la razón por la que mencionaba la raza de los que cargarían, que me dé una explicación: ¿Por qué me dice que a mi hermano lo cargarán personas de raza negra y no de todas las razas como uno ve cuando camina por la calle? “Es que algunas familias consideran esto más elegante”, me dijo tembloroso su representante, ante el fuego que salía de mi mirada. “Pero no se preocupe, pondré que sean ‘personas normales’”. Y aunque no lo creas, hermano, aquí tengo el contrato; dice: “6 smoking No de raza negra (normales)”. “Normales”, entre paréntesis. Tú habrías podido escribir algo sobre esto. Guardo el contrato de recuerdo, salvo que la asociación de ciudadanos peruanos afrodescendientes me lo pida para enjuiciar al señor Merino por racismo.
No te cargaron los smoking “normales”, hermano; te cargaron tus amigos y parientes. Vino desde Chile José Carlos, tu sobrino, y te cargó. Supo bien quién eras y está orgulloso de su familia paterna. Te cargaron los muchachos del IEP; te cargamos Gonzalo y yo, tus amigos de los desayunos de domingo, tus compañeros del partido, los zorros; te cargó nuestro primo Telmo, hermano, que apareció después de años a cargarte también. Te pasearon por toda la plaza, saliste de la iglesia entre aplausos de todos los presentes, como yo te lo había dicho, hermano, y tú nunca lo creíste .Y en ese momento, entre los aplausos, tú ya estabas muerto, sin poder enterarte. Me da mucho dolor recordarlo.
No te puedo contar cómo fue tu cortejo fúnebre. Yo iba en el primer auto y nunca miré para atrás; íbamos al cementerio Británico a cremar tu cuerpo. En la pequeña capilla del crematorio habló Beto, muy emocionado, transmutando el tiempo y hablando del partido, consciente ahora de que ya todo eso es parte del pasado. Gustavo Gutiérrez te dio el último adiós. Avanzó frente a tu ataúd, que estaba a un lado frente a una pequeña puerta, y, haciendo una cruz con la mano, dijo solemnemente: “Carlos Iván Degregori, descansa en paz”. Sus palabras y su gesto los tengo grabados seguramente para siempre. La pequeña puerta se abrió y el ataúd con tu cuerpo se deslizó hacia dentro y desapareció. Lo que sigue solo lo sabemos José Carlos, mi hijo y sobrino tuyo, y yo.
Nos acercamos a un costado de la pequeña capilla: solo podían entrar dos personas. Parece que nos adelantamos un poco y nos dijeron que esperemos, pero alcanzamos a ver que sacaban tu ataúd y lo llevaban rápidamente a la parte posterior. Tu ataúd era alquilado, hermano, compartido probablemente por muchos cadáveres antes que el tuyo. ¿Quién estará hoy en él? Finalmente pasamos al crematorio mismo. Estabas tú —mejor dicho, tu cuerpo— sobre una plancha de tripley en una mesa a la entrada de un horno. Mi hijo y yo debíamos dar fe de que a quien iban a cremar era a ti y no a otro. Nos acercamos y José Carlos no pudo evitar una exclamación: “Mira”, dijo, y yo miré tu rostro. Un pequeño hilo de líquido corría desde tu boca por tu mejilla izquierda, dos pequeñas moscas jugueteaban cerca de tu boca. “Es solo su cuerpo”, pensé. Miré tu mano y la toqué. No me atreví a besarla. Nos retiramos un poco y el operario del horno empujó tu cuerpo hacia dentro. Cerró la puerta herméticamente y lo encendió; inmediatamente, grandes lenguas de fuego se vieron por la parte protegida por un vidrio. “Demora un par de horas, salgan a esperar, yo los llamo”, nos dijo el operario, y salimos. Fueron dos horas de espera en las que los que nos habían acompañado se fueron yendo poco a poco; dos horas conversando, como si nada pasara, sin pensar en ningún momento en que tú te estabas quemando adentro.
Finalmente nos llamaron. José Carlos y yo entramos nuevamente en el cuarto de cremación. El horno estaba apagado y había un olor peculiar que me ha perseguido durante más de un mes. Sobre la mesa estaban las dos urnas en las que yo había pedido que pusieran tus cenizas, sabiendo que no iba a vivir con nuestra madre el resto de mi vida. Abrimos las urnas y a través del vidrio se veía un polvo color ceniza: “Un kilo y medio de cenizas”, nos dijo el operario de la manera más natural. “Es lo que queda del cuerpo después de la cremación; los huesitos los hemos molido en esta máquina”, y señaló una máquina “moledora de huesitos humanos”. Mi hijo y yo quedamos estupefactos mirando el polvo de las urnas. Eran ciertas, absolutamente ciertas, las palabras bíblicas “polvo eres y en polvo te convertirás”: lo estaba viendo frente a mí, sin ninguna duda. Salimos cargando cada uno una urna y los pocos que quedaban se acercaron a ver en qué te habías convertido. Todos miraron con curiosidad y salimos caminando como en un nuevo cortejo fúnebre, esta vez a pie, José Carlos y yo adelante con las urnas; el resto nos siguió hasta la salida, nuevamente, como si nada hubiera pasado. Nos despedimos y aparentemente todo había terminado.
Cómo siguió mi vida y mi alma después de que “todo terminó”, no te lo voy a contar aquí, porque tú lo sabes. Te quiero contar lo que siguió en relación a ti y a lo que te preocupaba, si es que no lo sabes ya.
Los homenajes
Así como nunca imaginaste cómo sería tu funeral, tampoco imaginaste nunca todo lo que se escribiría sobre ti y tu muerte. Durante tu último año de vida, cuando te hacían tantos homenajes, te daban medallas y diplomas, decías: “Siempre hacen estas cosas cuando saben que uno se va a morir”, pues lo que hicieron después de tu muerte, hermano, fue algo así pero elevado a la décima potencia. Parece que uno muerto llama mucho más la atención que estando vivo.
Ha sido algo abrumador, hermano; ha sobrepasado todo lo pensado incluso por mí, a quien tú considerabas loco por pensar en eso. La noticia salió prácticamente en todos los diarios y noticieros; todos los columnistas, amigos o no, en algún momento te dedicaron sus columnas. En la Feria del Libro te harán un homenaje permanente con una sala que lleva tu nombre; en la web del IEP te han hecho un homenaje también extenso; los estudiantes de San Marcos, tus alumnos, te hicieron un lindo homenaje. Lograste lo aparentemente imposible: El Comercio, diario casi fascista con su nueva dirección, cavernario, abiertamente de derecha, que apoyaba sin ambages la candidatura de la hija del condenado, al cual tú ayudaste a condenar, y La República, diario “moderado”, aparentemente progresista, que apoyaba abiertamente la candidatura del Comandante, ambos, el mismo domingo, te dedicaron sendos homenajes en sus suplementos dominicales. ¿Cómo lo lograste? ¿Tú, que hasta en el último video que se proyectó en tu funeral, decías que eras de izquierda y morías como una persona de izquierda? Imagino que, como digo al comienzo, ha sido por tu ponderación, y sobre todo por algo muy simple: creo que porque lo único que has hecho siempre es decir la verdad; por eso nunca postulaste para algún cargo político y por eso tu desdén por la ambición de poder.
Pero eso no es todo, hermano. ¡Han develado una placa en la plaza Francia en honor a ti y tu lucha por los derechos humanos! ¡Solo te falta una estatua y serás un héroe nacional, hermano! Qué poco te conocen. No saben que tú nunca esperaste ningún reconocimiento, que nunca te sentiste merecedor de ello, que tu verdadera pasión era escribir poesía, cuidar de tus plantas, disfrutar sus flores y ver los atardeceres desde tu ventana; que hasta en tus últimos días huías al cine, solo, a ver películas de ciencia-ficción. Imagino tu expresión de incredulidad total al enterarte de todo esto, tu sonrisa y probablemente tu carcajada incrédula acusándome nuevamente de que estoy loco, que desvarío, que no puede ser posible. Pero así ha sido, hermano, aunque no lo creas.
La política, las elecciones, quién ganó
Esto es lo que más quisiera que supieras, hermano, pues te fuiste intranquilo, preocupado y lleno de dudas sobre qué pasaría el 5 de junio, al cual no llegaste y no pudiste votar. Te adelanto que, hasta ahora, no te has perdido mucho, hermano.
Durante tus casi tres últimos meses de vida, en los que me instalé en tu departamento para acompañarte en la recta final, hablamos mucho de política. Abundar en detalles sería hacer la carta inacabable; lo importante es contarte lo que tal vez no sabes, lo que pasó después de tu muerte. Pero es inevitable hacer una pequeña introducción.
Yo te decía con toda convicción: “Para ser un candidato a Presidente con posibilidades de ganar tienes que ser cínico, no tener escrúpulos y mentir sin ningún remordimiento”. “¿Eso piensas?”, me dijiste tú. “Eso lo he comprobado”, te contesté. “Sí pues, parece que ahora las cosas son así”, fue tu conclusión. Ambos lo confirmamos viendo estupefactos el noticiero del 21 de marzo en el que el Comandante salía de visitar a Cipriani con un rosario en la mano; había besado la mano, manchada en sangre, de ese hijo de puta (con las debidas disculpas a las trabajadoras sexuales que realizan honradamente su labor) y salía sonriente ante la prensa con un rosario en la mano. “Tenías razón”, me dijiste; tal vez sea la teoría de Lenin, la de “dar un paso atrás para luego dar dos adelante”, pero ¿hundirse en mierda para luego dar dos pasos adelante? Pensamos que Lenin no hubiera recomendado llegar a tanto. De todas maneras, ese 21 de marzo marcó un antes y un después en tu concepto del Comandante, y yo pienso que también debe de haber marcado un antes y un después en su vida, si es una persona con alguna sensibilidad. Esa mano lo perseguirá en sus peores pesadillas hasta el fin de sus días. “Sin comentarios”: decidimos archivar el caso. Tus amigos que iban tras el Comandante en la carrera siguieron viniendo. Ninguno se disculpó ni se lamentó amargamente por el deplorable espectáculo que había dado su jefe ese día.
Tú tenías claros los resultados de la primera vuelta, con la elección al Congreso incluida, pero te fuiste lleno de dudas en relación con lo que pasaría en la segunda. A mediados de mayo, cuando aún leías los diarios, la hija del asesino subía lentamente en las encuestas y ya llegaba al empate técnico con el Comandante. “Qué difícil está, qué pasará”, me decías. “Es muy difícil que le gane”, repetías, y te sorprendió la muerte en esas dudas. Aquí te cuento lo que pasó:
La hija del genocida siguió subiendo y llegó en algún momento, ya próximo a las elecciones, incluso a sobrepasar al Comandante, rompiendo el empate técnico. Cundió el pánico y el desasosiego entre las personas pensantes: “¡No puede ser! ¡Es imposible!”, decían. Se formó espontáneamente un gran movimiento, “No a Keiko”, que inició una lucha sin cuartel, por todos los medios, que finalmente dio resultado. A ti, al igual que a muchos, el Comandante nunca te dio mucha confianza, pero la posibilidad de que la hija del ladrón sea nuestra próxima Presidenta, como a muchos, te producía arcadas.
El domingo 5, a las 4 de la tarde, el flash lo dio por ganador, ya prácticamente incuestionable en el “conteo rápido”. ¡Increíble: el Comandante ganó la Presidencia, hermano! En el local de su partido hubo algarabía y gran celebración; para el resto de la gente, una gran sensación de alivio. La hija del asesino no ganó, ¡qué alivio! Nadie celebró eufórico en las calles y avenidas, en caravanas, con banderas, como cuando “gana Perú”; fue una victoria triste. Pero ¿había ganado la izquierda en el Perú la presidencia por primera vez?, ¿había tomado el poder realmente? El Comandante se había distanciado tanto de ésta que la gente ya no sentía que “la izquierda” había por fin ganado, que los de la dedicatoria, tus compañeros de lucha, parapetados tras del Comandante, habían por fin tomado el poder. Nunca hicieron la revolución, como lo suponíamos en los sesentas y setentas, pero ¿habían logrado tomar el poder en estas elecciones? ¿Eran ellos? ¿Los zorros, los del PUM, los mariateguistas? ¿Eran realmente ellos, o eran sus sombras? No se sabe hasta ahora, hermano.
Hubo pánico financiero solo por un día, hermano; al día subsiguiente todo regresó a como estaba antes. El Comandante va de gira en gira, sigue prometiendo y “calmando” a todos: “Nada va a pasar, el crecimiento económico seguirá, el modelo económico seguirá. Los ricos seguirán siendo ricos, no se preocupen”. Se ha aliado con Toledo, que gobernó para los ricos y fue el único que tuvo el buen tino de presentarse con él en el mitin de cierre de campaña. “Buena jugada, Alejandro.” Hay amigos tuyos voceados para ministros; andarán con escolta por las calles, con circulina, que, como bien dice Mirko Lauer, “es más adictiva que la cocaína”. Por el momento todos callan, todos tus compañeros de lucha están en comisiones de transferencia para recibir el poder, y “a Solanas lo tratan de tú” (los conocedores de Sabina sabrán a qué canción me refiero y lo bien que describe todo lo ocurrido); todos esperan en silencio el 28 de julio. El “Día D”, como diría Tuesta.
No sabemos qué pasará, hermano, pero hay un grupo, tal vez pequeño, en el que tú probablemente también estarías, que pensamos que todo es mentira, que el Comandante sigue mintiendo cínicamente como lo ha hecho desde el inicio de esta campaña; que lo hace para que “los capitales, que son muy nerviosos”, estén tranquilos; que lo hace para que él pueda seguir avanzando hacia el 28 con tranquilidad, para que los presidentes, Obama incluido, lo reciban; para que todo siga su curso sereno y las transnacionales no hagan una multimillonaria bolsa y compren a algunos militares que le hagan el golpe y no lo dejen tomar el poder. Los que casi perdimos todas las esperanzas, pero nos queda aún alguna, pensamos que todo es una coartada fríamente calculada como la que había que hacer antes de cada reunión de la célula del partido; que todo ha sido hasta ahora una muy bien pensada mentira para el 28, por fin, hablando ante todo el Perú, quitarse la careta, sacarse ante todos la máscara de látex, tan bien moldeada por los asesores brasileños, y decir finalmente la verdad, hacernos ver que no todo estaba perdido, que el mundo más justo con el que ambos soñábamos en nuestra adolescencia sí era posible, que los sueños podían todavía hacerse realidad, que los que habían tomado el poder de verdad eran los del MIR, los del PUM, tus compañeros, y no sus momias; que sí eran los famosos Zorros que habían vuelto, no sus calaveras; que la riqueza sí se puede distribuir mejor; que los campesinos de las zonas más deprimidas, que, son los que lo han hecho ganar, por fin, en más de 500 años, sí han tomado el poder y se gobernará para ellos; que el que el Perú sea un país sin exclusión, sin discriminación de las minorías, libre y sin insultantes diferencias. SÍ es posible que el 28 el Comandante se saque por fin la careta y diga la verdad, y nos haga celebrar a todos, llorar de alegría, salir a las calles en caravanas con banderas, como cuando “gana Perú”.
Epílogo
Si en mayo del próximo año sigo vivo, hermano, tal vez te escriba otra carta contándote qué es lo que pasó realmente; si tú, desde algún lugar del universo infinito, no te has enterado ya. Por nuestra madre no te preocupes: ella está bien. Desde que leyó el artículo de Gustavo Gorriti, publicado antes de tu muerte, ella comprendió por fin lo que había negado durante más de dos años y aceptó que tú ibas a morir, que solo esperabas la muerte, que pronto llegaría y gracias a ello pudo hacer su duelo y sabiamente procesar tu partida. Gustavo se portó muy bien hasta en tus últimos momentos; debemos estar agradecidos con él, se portó como una gran persona. El que ahora necesita consuelo soy yo más que nuestra madre.
Por ahora sigo aún con los arreglos de tus cosas que no tienen cuándo acabar. Hace mucho frío y ya no salgo en las noches a tu terraza a tomar una copa de pisco, ya no me sorprendes y me preguntas “¿qué haces: piensas?”. Y yo te digo “sí, pienso, sueño, recuerdo, medito, me relajo”. Ahora cuido tus flores con esmero. Sé que estás presente en la violeta que no deja de florecer desde tu muerte; le hablo, le rezo; cuido a los periquitos, reúno tus poemas para una edición póstuma; trataré de seguir con tu blog, cuido y acompaño como puedo a nuestra anciana madre. Los atardeceres otoñales tan hermosos que veíamos a fines de abril y comienzos de mayo han desaparecido, pero volverán en octubre o noviembre y te seguiré recordando y diciendo la cita que tanto te gustó, que repite Benito: “Solo Dios es perfecto y algunos atardeceres”. Finalmente a veces pienso que tal vez el próximo verano deje de pensar todo el tiempo en contarte lo que me ha pasado o en reenviarte cualquier correo, y luego darme cuenta de que ya no estás y sentir un gran dolor, todo en una fracción de segundo. Tal vez el próximo verano logre, por fin, convencerme definitivamente de que ya no estás y sentir un gran alivio y al mismo tiempo una profunda tristeza. Me habré convencido, por fin, de que estoy solo, absolutamente solo.
Felipe
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