martes, 30 de agosto de 2011

ARI QUEPAY




Volví a Arequipa después de muchas lunas, pero en esta oportunidad, marcando la diferencia con las estadías anteriores - hechas a paso ligero, de tránsito hacia Cusco, Puno, La Paz y viceversa- fui con la intención de aproximarme a una ciudad en la que convergen la historia, el mito, la tradición y la leyenda, en un marco de rebeldía crónica que ha hecho del pueblo arequipeño un referente insoslayable si de defensa de derechos democráticos se trata. Es como si los arequipeños llevaran en la venas la lava del Misti, siempre majestuoso, o de los volcanes de los alrededores, hoy dormidos, pero de erupción impredecible, como son los levantamientos, cuartelazos, o amotinamientos que caracterizan la historia de la ciudad blanca.


Arequipa, o Ari quepay (sí, quedaos) -como dicen que dijo Mayta Cápac a sus guerreros, encandilado por el verdor de las campiñas arequipeñas, aunque temblaran como hasta ahora sucede- revela hoy el impacto de la última etapa de modernización del capitalismo. Bancos, financieras, empresas agroindustriales, empresas mineras, transnacionales farmacéuticas, competitivas empresas industriales, universidades particulares, centros comerciales, líneas aéreas nacionales e internacionales, etcétera, constituyen todas ellas un paquete de modernización que ha ratificado su estratégica ubicación regional en el sur del país, configurada desde las primeras décadas de la República cuando fue el eje del circuito comercial de la lana de oveja y alpaca de origen cusqueño y puneño que se vendía a los fabricantes ingleses.

Esa modernización, sin embargo, no se ha llevado de encuentro las huellas arquitectónicas del pasado colonial arequipeño, al contrario, bancos, agencias financieras, centros empresariales, o educativos, se han preocupado de restaurar la belleza y el estilo de las casonas que ocuparan las rancias familias arequipeñas, para en ellas desarrollar ahora sus actividades de servicios. La casa de los Tristán, por citar un caso -que cobijó a a la famosa Flora Tristán cuando ésta llegó a Arequipa en busca de la herencia que le correspondía- totalmente restaurada, sigue mostrando su prestancia original que es una invitación a la imaginación, aunque en ella se haya posicionado el banco que se encargó de su arreglo.

Ya que hablamos de tiempos coloniales, es una obligación visitar el Monasterio de Santa Catalina de Siena, cuyos orígenes se remontan a 1579 y en cuyos ambientes de recio sillar se enclaustraron de por vida decenas de mujeres, niñas o adolescentes, a quienes ni los terremotos y temblores - que destruyeron más de una vez esos espacios- las hicieron abdicar de su juramento de fe. El monasterio es una ciudad dentro de la ciudad de Arequipa, con calles y plazas, celdas, cocinas, comedores, lavaderos de ropas, capillas...que revela al mundo de hoy la profunda religiosidad de la sociedad colonial de esos tiempos.


Hoy, mientras un puñado de monjas sigue demostrando que es posible vivir al margen de las tentaciones del mundanal ruido, - orando, tejiendo, trabajando artesanías- centenares de turistas, nacionales y extranjeros, desfilan diariamente por el convento dejándose llevar por el asombro y la admiración de lo que fue la vida religiosa arequipeña.


Si del pasado se trata, hubiera sido imperdonable no visitar alguna de esas edificaciones: conventos, iglesias, casonas, como imperdonable sería no detenerse en el Museo de la Universidad Particular Santa María para observar en vivo y directo los restos momificados de Juanita - la niña que en tiempo de los incas - aproximadamente hace 500 años- fue sacrificada para calmar la ira del volcán Ampato- y que duerme el sueño eterno en una urna climatizada para evitar su deterioro; buscando de esta forma mantener siempre presente, para las actuales y futuras generaciones ese pasado prehispánico en cuyo contexto hay que ubicar y explicar las prácticas mágicas y religiosas incas que llevaron al sacrificio de Juanita y otras niñas que han podido llegar hasta nosotros - fueron descubiertas en 1995- gracias a los hielos de la cordillera volcánica que preservaron sus restos.



Pero Arequipa es todo eso y mucho más. Es la tierra de Vargas Llosa, nuestro Premio Nobel de Literatura, de Melgar y Silvia la musa a la que el vate llorara en sus yaravíes; es también la cuna de don Oswaldo Reynoso, que a sus 80 y un poquito más de años sigue deleitándonos con su prosa heterodoxa, de Alberto Hidalgo, el poeta que cantara a Lenin: En el corazón de los obreros su nombre se levanta antes que el sol, de pintores y artistas mil, de políticos de fuste...pero asimismo Arequipa es dueña de una cocina de primera, ante cuyos sabores ha sucumbido el mismísimo Gastón Acurio que ya clavó su pica en pleno de corazón de la ciudad.



Gastronomía que para el gusto del populorum solo puede saborearse en una de las típicas picanterías que caracterizan a la ciudad que pese al avance de la modernidad no ha dejado de ser festiva, glotona y pintoresca y en cuyas plazas y calles es posible todavía darnos cara a cara con algunos de esos cholololos arequipeños, herededores directos de los montoneros a los que canta la marinera de Enrique Portugal y Jorge Huirse: montonero arequipeño, inmortalizada por Víctor y José Dávalos Salazar, es decir por Los Dávalos, que es hablar de cosas mayores en la música popular peruana.





Coritos(niños) arequipeños

Monasterio de Santa Catalina



Picantería La Capitana




Adobo arequipeño






Fotos: Elbita Vásquez Vargas

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