APOLOGÍA
DEL
CAMINANTE
Alejandro Moreano
Hace algunos años, un amigo de la “vieja guardia” me habló de un libro soviético que realizaba una ácida crítica a la civilización del automóvil bajo la imagen de la era en que imperaban los peatones.
He olvidado el nombre del autor y el título del libro. Pero las imágenes que su mera referencia despertó en mí han estado siempre presentes. Lo recordé en Macchu Picchu cuando encontré callejuelas para una sola persona o una pareja estrechamente entrelazada hasta no ser más que uno. En ese mismo viaje lo volví a recordar cuando a la altura del Baño del Inca debimos abandonar el transporte y ascender hasta la “cima del mundo” desde donde se observaba el universo entero en los 360 grados del círculo mágico y ritual.
Lo viví también en la era en que la guerrilla era una tentación y un compromiso. Sorprende que la civilización de la Ford y de la General Motors haya sido puesta en jaque por hombres que debían caminar 40, 50 y hasta 70 kilómetros diarios. En Vietnam se volvieron a enfrentar la civilización de la GM y la de los caminantes que construyeron una red de túneles por donde no podían circular los robustos gringos, menos aún sus blindados. Una de las causas del éxito de los vietnamitas fue que no solo inmovilizaban tanques sino que derribaban aviones a pie con armas artesanales. La invasión a Irak, en cambio, en donde los periodistas de la CNN fueron entubados en los tanques para transmitirla “en vivo”, fue una blitzkrieg mediática.
“Caminante no hay camino/se hace camino al andar”, es un verso que todos nosotros hemos declamado, y algunos cantado con el ritmo de Serrat. El automóvil no ha logrado, en cambio, crear un sustantivo-metáfora, y “camino” sigue siendo la metáfora de la vida, la historia, la literatura. Incluso cuando se lo hace en vehículo como Jack Kerouac en En el camino o el Ché en moto: no importa, ambos son “caminantes”.
Pero el caminante se transformó en peatón en la era del automóvil y pasó a ser la “última rueda del coche”. Por diversas razones, he engrosado la muchedumbre de los peatones –signo de una estrepitosa caída- y he vivido en carne propia las humillaciones de la vida.
El problema se agrava en países como el Ecuador, donde los bienes duraderos se convierten en elementos de discriminación. Los “de automóvil”, como antes los “de a caballo”, se envanecen y consideran a los peatones unos pobres infelices convertidos en estorbo. Claro que si bajan del automóvil –como los policías cuando se quitan el casco- quizá puedan volverse seres humanos.
Cuando lo que se requería y requiere es organizar el tránsito en función de los peatones, la nueva ley los penaliza, y la policía lanza una campaña represiva, que se ha iniciado del modo más intolerante en Guayaquil, una ciudad planificada solo para los “de automóvil” con un alcalde que tiene complejo de tanque.
Ironías de la historia: la crisis civilizatoria que vive la humanidad es en gran medida una crisis del automóvil. Por todas partes germinan iniciativas para sustituirlo desde el uso de bicicletas, nuevos transportes colectivos hasta una nueva “peatonización del mundo”.
Después de todo, el automóvil es transitorio; el peatón es eterno.
El Telégrafo
26 de agosto de 2009
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