LA GENERACIÓN
DEL 50
Cuando se llega a los años 50 y 60 del siglo XX, cafés, bares, restaurantes, picanterías y no pocos huariques espirituosos de Lima siguen siendo esas casas naturales de poetas, narradores, escultores y humanistas de todos los matices, donde se ponían las bases indelebles de poemarios, proyectos culturales, revistas, o también de más de una conspiración política. Estas actividades fueron sellando amistades de larga data, en medio de los encuentros y desencuentros propios de la euforia de todo trabajo creativo, al mejor estilo de los geniecillos dominicales de Julio Ramón Ribeyro, habitúes del «Palermo» y del bar «El Triunfo», en el corazón de Surquillo. Este último visitado también, de cuando en cuando, por el historiador Raúl Porras Barrenechea, sus amigos y discípulos entre los que se encontraba Mario Vargas Llosa, en esos años un aplicado estudiante de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos. Aquí epilogaban las aleccionadoras tertulias que fomentaba el maestro Porras y que se iniciaban en su casa de la calle Colina, en Miraflores.
Antes de ser sanmarquino, mientras ejercía el periodismo, el joven Vargas Llosa, hablaba con Carlitos Ney Barrionuevo de libros, autores y poesía «en los cuchitriles inmundos del centro de Lima, o en los bulliciosos y promiscuos burdeles»; y él mismo ha reconocido que años después, en «El Patio», café limeño de artistas y bohemios, sufrió una gran decepción cuando leyó públicamente, por primera vez, uno de sus primeros cuentos, calificado como «literatura abstracta» por el desaparecido Alberto Escobar, en medio del mutismo de los contertulios.
«El Patio», que estuvo ubicado frente al teatro Segura, en el centro de Lima, fue también, en la década de los 40, el refugio literario y artístico de veinteañeros como el pintor Fernando de Szyszlo y los poetas Javier Sologuren y Jorge Eduardo Eielson. En ese local, o en un chifa, según confiesa Szyszlo, terminaban sus periplos bohemios, que empezaban en un café de la Plaza San Martín y continuaban en la peña cultural Pancho Fierro, donde también recalaban José María Arguedas, Emilio Adolfo Westphalen y César Moro.
Otro de esos cafés literarios de la Lima de entonces fue el «Viena», donde se afirma que Sebastián Salazar Bondy leyó algunas páginas de su ensayo «Lima La Horrible», que desnudó el raciocinio colonial de la Lima mazamorrera y criolla; en tanto que Eleodoro Vargas Vicuña, sin dejar de lado su estentóreo ¡Viva la vida carajo! hizo lo propio, en su momento, con «Ñahuin», texto hoy casi olvidado. Era el 5 de diciembre de 1953 y estaban presentes, entre otros, Manuel Jesús Orbegozo, y Owaldo Reynoso, dos conspicuos miembros de la famosa generación de los años 50, gran renovadora de la poesía y la narrativa peruana.
Como lo ha dicho Carlos Eduardo Zavaleta en más de una oportunidad, los frutos de las actividades literarias de esa generación se visualizan en el cambio radical de los escenarios de sus textos (ahora interesa la ciudad en crecimiento y ya no el campo como ocurría con el indigenismo); en la atención que se brinda al mundo de los jóvenes, de los sectores medios y a la vida interior de los personajes; y en el culto a la forma, al estilo. «Para nosotros, el cuento y la novela eran verdaderas obras de arte, y el altar literario, el más alto de todos», ha escrito Zavaleta en su autobiografía.6
Corrían los años de la dictadura del General Manuel A. Odría, cuyos atropellos a las leyes y a la razón había dado curso, como contrapartida, a un intenso movimiento democrático y antidictatorial al que los miembros de la generación del 50 no fueron extraños, llegando algunos de ellos, en su desarrollo, a asumir compromisos políticos de mayor envergadura que les costaría la libertad o el exilio.
Esta toma de posiciones de la intelectualidad frente a un Perú desgarrado por sus contradicciones internas, no era nada extravagante. Mariátegui y los bohemios del norte y del sur del país de los años 20 ya lo habían hecho, en el campo del arte y de la cultura como también en las esferas estrictamente políticas. En palabras de Sebastián Salazar Bondy, esos intelectuales progresistas miembros de la generación del 50 asumían el quehacer político como un deber social que lo cumplían al lado de su quehacer creativo. Nunca se cansó de repetirque los intelectuales de su tiempo no sólo dejaban discurrir su razón e imaginación en aquellos temas que los llevarían a la obtención de la belleza o de la verdad, sino que además procedían como ciudadanos y militantes de la causa popular por un mundo mejor. Razones más que suficientes para que en referencia a su conducta misma dijera: «El Perú, América Latina, el mundo hambriento, son para mí… motivos que justifican que continúe en la creación y esté, a la vez, en la trinchera política»7.
Varios lustros después, ese compromiso con el país y sus gentes, desde una perspectiva mucho más radical que la de Salazar Bondy, iba a ser asumido por otros grupos de reconocidos bohemios, como los que formaron «Narración». Había llegado la hora del cambio total y desde los escenarios de la poesía y la narración había que contribuir a su desarrollo. Nada de tan loables propósitos los sustraía del mundanal ruido, de la bohemia, de los tragos, que afirmaban esas inquietudes políticas que enmarcaban la creación literaria, la crítica y el apoyo a las reivindicaciones populares. Siempre había un espacio para el bar o el burdel, como lo revela Gregorio Martínez en su Libro de los Espejos. En 1973, el broche de oro del número 3 de Narración se puso precisamente en el famoso «Floral», un burdel camuflado de bar, que funcionaba las 24 horas del día en el distrito de La Victoria, «más pintoresco que el paraíso de Adán y Eva», según afirma Martínez.
Fragmento del artículo Bohemios, pero con agenda, publicado inicialmente en Ciberayllu: http://www.andes.missouri.edu/andes/Comentario/AMM_Bohemios.html;
posteriormente reproducido en Alberto Mosquera Moquillaza, El amor en tiempo de bolero, ediciones Cuartelprimero, Lima, 2006.
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