A patadas, pero la verdad se abre paso. García no es el santo varón que
la derecha y sus operadores políticos venden, tratando, después de su
suicidio, de construir un mito. Las confesiones de Atala, su testaferro,
echan por tierra tales proyectos. El ex presidente fue un vulgar
delincuente, que se aprovechó de su alto cargo para medrar, para llenar
sus arcas particulares, mientras colmaba la voracidad de Odebrecht. Su
autoeliminación, como lo afirman los especialistas, fue su
gran escape. En los 90. ante los demoledores informes de los
latrocinios de su primer mandato, García fugó del país, refugiándose en
Europa mientras prescribían sus delitos. Frente a las crecientes
sospechas de sus entripados con Odebrecht, pretendió nuevamente usar la
figura del asilo. Al fracasar, solamente le quedó el suicidio. Por eso
es que su carta de despedida fue escrita con antelación. Esperaba quizá,
como había ocurrido en otras oportunidades, que se le presentase la
virgencita para salir del dificil trance. No contó con la astucia y la
firme decisión de los fiscales y jueces, que apoyados en el periodismo
de investigación y la repulsa anticorrupción de las masas populares,
lentamente fueron cerrando el círculo. Al verse perdido se quitó la
vida. La delación de Atala, reconstruyendo, paso a paso, la relación
delictiva con García, no deja lugar a dudas. Como tampoco hay
dubitaciones en torno a la complicidad de la lumpenburguesía y de la
tecnocracia angurrienta que hizo de García su héroe durante su segundo
mandato, después de haberlo demonizado. Como siempre, pragmáticamente,
optó por García porque les aseguraba la bolsa y el modelo económico
impuesto desde los 90.
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