Las cifras no engañan: hay miles de peruanos a los que la crisis letal del coronavirus les interesa un carajo. Llamados, exhortaciones, advertencias, amenazas, todo, absolutamente todo, les resbala. El alpinchismo sigue en su vacilón, a pesar que la peste comienza a apretar justamente en aquellos lugares donde campea la malsana irresponsabilidad.
¿A golpes se resolverá el problema? ¿A balazos, como quieren los más extremistas?
Puede ser. El problema de fondo, sin embargo, subsistirá y hasta podría acrecentarse como reacción a la violencia. ¿La razón? Hay causas sociales, culturales e ideológicas, que merecen una respuesta múltiple, de corto y largo plazo. Nadie habla, por ejemplo, de la fractura social que existe como consecuencia de la crisis familiar que arrastramos desde los años 80 y 90.
En esos años la crisis arrojó a los peruanos, hombres y mujeres, a recursearse en diferentes partes del mundo. Los hogares se quebraron, los hijos quedaron a cargo de los abuelos y tías, y de la calle también. En estas condiciones, la orientación familiar y ética brilló por su ausencia, los valores no existieron. Lo que es más grave, con el paso de los años esa ausencia volvió a repetirse,cuando esos hijos, a su vez, se convirtieron en padres.
Los pandilleros, las barras bravas, los delincuentes juveniles, los desadaptados que tugurizan los centros de readaptación, son el producto, el lumpen creado y recreado de esos tiempos.
El otro tema que no se pone sobre la mesa son las imágenes que subyacen en la irresponsabilidad de quienes, perteneciendo o no a esos conglomerados arriba señalados, violentan la emergencia, la ningunean: nos referimos a la indolencia, la falta de solidaridad, el individualismo, el egoísmo, el nihilismo, como expresiones ideológicas de un estado de cosas reinantes en el Perú de nuestros días.
Señalemos en princicpio, que en los años 70 y hasta buena parte de los 80, a pesar de que no vivíamos en un paraíso, las juventudes y los pueblos mantenían casi intactos sus lazos solidarios, sus expresiones gregarias, sus sentimientos colectivos. El terremoto de 1970 que destruyó ciudades costeñas y serranas, y que provocó la avalancha que sepultó Yungay, catapultó esas fortalezas unitarias a niveles insospechados.
Las huelgas y movimientos sociales de esas décadas, que políticamente mandó a los militares de regreso a sus cuarteles, mostró también al mundo la impronta de esa solidaridad militante. El grito de !El pueblo unido jamás será vencido! imperante en esas jornadas históricas, reveló esas raíces multitudinarias del movimiento, esas aspiraciones de conjunto.
Los pueblos, las gentes, los diversos sectores sociales que se movilizaron en apoyo a los damnificados por el sismo del 70, o se alzaron a la lucha antidictatorial, eran diferentes, como los dedos de una mano, pero a la hora de las desgracias naturales o políticas, actuaron al unísono, como una sola mano, generosa, altruista, o también como un solo puño para golpear a los opresores.
¿Por qué ahora no existe ese sentimiento de unidad, y más bien cada quien juega su propio partido? La respuesta hay que encontrarla en la embestida ideológica, artera e ilimitada, que hemos sufrido en las últimas décadas. Para el capitalismo neoliberal, para sus patrocinadores, esas relaciones solidarias constituían un serio obstáculo para el entronizamiento y expansión de ese ultraliberalismo, y había que liquidarlas, para sustituirlas por el individualismo extremo y ramplón.
Vargas Llosa, uno de los principales ideólogos del neoliberalismo, ha escrito más de una vez que "la ambición en el individuo es la fuerza que dinamiza la economía del mercado", disponiendo él de la suficiente capacidad e iniciativa para emanciparse de lo que el Nobel califica despectivamente de "placenta gregaria", es decir de sus raíces grupales, comunitarias.
Para el laureado escritor no hay nada más dañino para el avance de los pueblos que la colectividad, la tribu, el gregario. El hombre no puede, dice, desaparecer "tragado por la masa". No hay nada "como la competencia para lograr la superación y el progreso", puntualizando que "la falta de competencia desmoviliza y ahoga su creatividad".(La llamada de la tribu).
Vargas Llosa, aquí, no hace sino divulgar el pensamiento de uno de sus maestros: Friedrich von Hayek (1899-1992), eminencia gris del neoliberalismo, quien en 1950 exhortaba a reconocer al individuo "como juez supremo de sus fines", al que hay que dejar "seguir sus propios valores y preferencias" (Camino de servidumbre).
El individuo lo es todo, "la tribu" o no es nada, o es simplemente un medio para que el individuo canalice sus potencialidades. El mismo von Hayek lo afirma. "La posición individualista no deja de reconocer fines sociales"; pero fines "que no serán los fines últimos de los individuos sino medios que las diferentes personas pueden usar con diversos propósitos".
La propia democracia, sostiene este autor, "es esencialmente un medio, un expediente utilitario para salvaguardar la paz interna y la libertad individual".
Estos conceptos han martillado sobre la conciencia de nuestros pueblos, de nuestras gentes, aquí y allá, crudamente, o con diferentes envolturas, sepultando o neutralizando todas las aspiraciones, sentimientos, valores que pongan por delante al gregario, al colectivo, a la "tribu".
Los desmadres egoístas que hoy agobian al país, que puede llevarnos, si no son controlados, a una hecatombe sanitaria, no son entonces producto del azar. Tienen raíces profundas. La coerción podrá tener un éxito relativo, puntual, útil para las circunstancias que vivimos, pero no resolverá los desafíos de largo alcance, que tienen que ver con la necesidad de construir una sociedad diferente.
No hay comentarios:
Publicar un comentario