lunes, 22 de octubre de 2012

ENTRE VALSES Y MULIZAS






Esther Granados, que acaba de fallecer, y Flor Pucarina que dejó este mundo hace 25 años fueron dos claros ejemplos de la riqueza y diversidad de la música popular peruana. La señora Granados fue la reina de la jarana criolla, de la alegría y picardía desbordantes siempre en una fiesta de rompe y raja – fuese cual fuese el barrio- entre guitarras, cajoneo, piscos y un suculento arroz con pato; Flor Pucarina, mientras tanto, llevó la nostalgia de  la música huanca al tope, por algo fue la reina de los coliseos limeños y de las rockolas de los alrededores de La Parada, otrora punto de llegada de los migrantes del centro del Perú. 

Las dos triunfaron en Lima y ambas, a mi juicio, cual en su género,  expresó la agonía de una Lima en transición. La señora Granados fue la hechura de la enjundia criolla de una ciudad que mientras se expandía  el capitalismo vivía sus últimos años de gloria como fortín oligárquico y conservador, en cuyo marco, desde los callejones y caserones limeños el pueblo, a su manera, le cantaba a la vida plena reciclando, en su esencia, la pauta de una guardia vieja vigente todavía en el sentir de los barrios; pero ya a la defensiva por la presión de la música foránea que arrastraba a las juventudes: el mambo, la guaracha, el rock, la nueva ola… 

En tanto que Flor Pucarina llevó en su canto el mensaje de los miles de migrantes que  iban construyendo la nueva Lima multicolor, de sabor andino, pero desgarrados en el alma por lo que se dejó: la tierra, la familia, los encantos de un hábitat que contrastaba con una ciudad de ladrillo y cemento, de calles y cielo gris, como gris era también el alma de los limeños, que se creían blancos, gringos, choleando y ninguneando aquí y allá, sin percatarse, pobres de ellos, de que en el Perú el que no tenía de inga tenía de mandinga.

Por eso es que a Flor Pucarina le faltaba voz y aliento cada vez que  sus seguidores, en los coliseos le exigían que cante Falsía: La vida es una falsía/el mundo es ancho y ajeno/justicia, justicia no hay en la tierra/justicia solo en el cielo/donde no hay ricos ni pobres/… Esa letra, de Emilio Alanya reflejaba por si misma las penurias de los provincianos que se habían atrevido a pisar Lima, la excluyente, pero que en la voz de Flor Pucarina se convertía en llanto, pero de rabia, de bronca. Al cielo había que pedirle clemencia, pero al hombre había que exigirle justicia…

La vieja Lima ya no existe, ha tomado su lugar una nueva ciudad donde la impronta la han puesto los provincianos. El canto de Flor Pucarina, como de Picaflor de los Andes o el Jilguero del Huascarán, no fue en vano, alimentó en los migrantes la nostalgia, pero que se convirtió en fortaleza a la hora de asumir los desafíos de la supervivencia. En cuanto a Esther Granados, su canto siguió vigente como el de Jesús Vásquez, Alicia Lizárraga u otros, pero conforme avanzaba el tiempo fue haciéndose defensivo ante la expansión de las expresiones musicales andinas en sus múltiples variedades, que habían echado raíces en la ciudad de donde en algún momento fueron marginadas.







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