Hugo Neira
Fuenzalida era, cuando nos conocimos, ambos jóvenes, un muchacho alto, delgado, por lo general jovial, de deslumbrante inteligencia. Venía de una secundaria en la Inmaculada, y había leído y sabía de todo. Fernando vivía en una hermosa mansión, en Paseo Colón. En cambio yo venía de Lince, de un colegio estatal, había roto con mi padre por hacer estudios universitarios, y acaso no deberíamos habernos ni conocido, pero nos unía el Patio de Letras, San Marcos, la curiosidad por el saber, las ideas, la militancia. Estábamos en la juventud comunista, que era como un cuerpo de jesuitas laicos a la que no se entraba, te llamaban. Vivía yo a tiro de piedra de su casa, en el jirón Wakulski, al lado de la Plaza Bolognesi, en un callejón, cerca del único caño de agua, tres anchos cuartos, un lujo para mis ralos recursos. Fernando que conocía mis aprietos –andaba yo a salto de mata de un trabajo a otro– había tomado sus
disposiciones.
Generoso Fernando. En la casona del Paseo Colón dio instrucciones a la empleada para que cada noche preparara la cena para el amigo que llegaría a la hora que pudiera. Así, innumerables veces, tarde la noche, en la ancha mesa del comedor, la casa silenciosa, me esperaba un plato caliente, finamente envuelto en una servilleta limpia. Devoraba aquello como un joven lobo y luego, por un acuerdo con Fernando, si las luces estaban encendidas, iba a verlo. En la inmensa recámara que el padre le asignaba, además de su cama, Fernando dispuso un sofá francés y frazadas para que pasara las noches y habláramos, Dios que hablábamos, de política, del partido, de libros, de “Enciclopedias, atlas, cosmos y cosmogonías” (Borges). Aquel era un diálogo febril, nos escuchábamos e igual nos disputábamos. Hasta que, piadosamente, el ángel del sueño descendía sobre nuestras cabezas.
Años después, Fuenzalida se fue con beca, por cinco años, a Polonia. Su estancia en Varsovia fue brevísima, volviendo al poco tiempo. Yo ya no estaba en el PC, por encontrarlo conservador y más allá de Engels y Marx, entendí había otras cumbres que escalar, pero igual me buscó. Hugo, me dijo, “se acabó. El socialismo real no existe”. Y tocando una fibra que sabía guardaba de Marx (hasta ahora) añadió, “no es el fin de las alienaciones, al contrario”. La verdad es que me quedé pasmado. Eso pasaba mucho antes que la URSS se derrumbara. En Lima pocos lo entendieron, Con todo, Fuenzalida hizo una meteórica carrera académica, como sabemos. Tan brillante y sabia que no me resisto a contar algo: Jaime de Althaus, que estudiaba Derecho, lo tuvo de profesor, le impresionó y cambió de rumbo y estudió Antropología. Tuvo amigos, y se me ocurre a vuelo de pluma, Ramón Mujica, Rafael Tapia, Max Hernández, entre muchos otros.
En esta hora adusta, la de los adioses, cabe que diga con sinceridad, a riesgo de equivocarme, cuáles de sus libros prefiero. Escribió decenas, y si tuviéramos una vida universitaria como está mandado, habría ya tesis sobre sus aportes, pero Lima no es Oxford. Destaca, me parece, La comunidad de indígenas de Huayopampa, donde sostiene algo enorme: las estructuras tradicionales aceptaron la economía de mercado. Y eso en libro de 1968. Qué duras son algunas cabezas peruanas para admitir la innovada realidad. El otro es Tierra Baldía, sobre el milenarismo, ensayo magnífico. Tan fuera de las capillas intelectuales de este país.
¿Y ahora Fernando, con quién hablaré de Zenón de Citio, el estoico y de esos neoplatónicos, gente de dos riberas, siglo II, entre Jesús y Atenas, que tanto nos intrigaban? ¿Tenía razón Epicteto cuando sostenía que la muerte no importa porque cuando es, no somos, y cuando somos, no es? ¿Y nos quedamos sin discutir tu última obra, la crisis general de la nación y el Estado que vaticinabas? ¿En el valle de Josafat, Fernando, entre la multitud de gentiles ya sanos de la vida? ¿Qué es morirse, camarada? Hasta que llegue esa hora ineluctable, echaré de menos tu rara capacidad de ser libre, y de vivir como un hombre justo.
La República, 21 de abril de 2011, p12
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