viernes, 11 de septiembre de 2009

DONDE LAS AVES
NO VUELAN





La Oroya, ahogada en la contaminación durante 86 años, es considerada como la sexta ciudad más contaminada del mundo y la primera en Latinoamérica. Diariamente la chimenea de DRP expulsa 1.670.000 toneladas de contaminación y los más afectados son los niños.


En las alturas de uno de los cerros blancuzcos por la polución de La Oroya – Perú, viven el panadero Guillermo Barreto, su esposa e hijos. Para llegar a su casa, deben subir decenas de gradas, dispuestas en angostos callejones que dan forma a la enmarañada urbe. Las veredas y peldaños son de cemento, un lujo indispensable para facilitar la limpieza del contaminado material particulado que envuelve a la ciudad.
En febrero pasado, dos de sus hijos tenían altos niveles de plomo en la sangre: 50 y 70 microgramos por decilitro (ug/dl). Según la Organización Mundial de la Salud, los niveles máximos permisibles de plomo en el cuerpo humano deben ser de 5 ug/dl máximo. “Yo no dependo de la empresa, porque por suerte me defiendo solo con la panadería”, dice Guillermo. Él es uno de los pocos pobladores que tiene la ventaja de tener su propio negocio. Muchos tienen la esperanza de salir de La Oroya, pero no tienen los recursos, ni quieren dejar su tierra.
La ciudad es desde 1922 sede de la centro metalúrgico más importante del Perú. Trata concentrados polimetálicos de cobre, zinc, plomo, arsénico, oro ente otros. Brinda bonanza a sus dueños, en menor parte al Perú y los pobladores de La Oroya aún siguen esperando los beneficios. Hasta ahora sólo han conseguido graves problemas ambientales y de salud a los oroínos.
A 175 kilómetros de Lima (sur oeste), La Oroya está atravesada por el río Mantaro -que desde su vertiente nace muerto- y custodiada por una chimenea de 160 metros de altura. A 3.700 metros de altura, pasa la sinuosa carretera central que une la sierra y selva peruanas. Sin olvidar un tren que en su tiempo fue uno de los más altos del mundo. Los montes pardos, testigos silenciosos de la ciudad, están cubiertos por un polvo blanco. Es parecido a la nieve pero la gente sabe que es contaminación. Las paredes de las fachadas de las casas están envueltas por el hollín que emana el gigantesco complejo metalúrgico de la Doe Run Perú (DRP) que opera desde 1997. Allí, los concentrados de metales de la zona minera de los Andes Centrales y del mundo se transforman en lingotes de plomo, zinc y cobre.
DRP en jaque
En el barrio limeño de San Isidro, uno de los más exclusivos, están las oficinas de DRP, en la Torre Real 3. Para Víctor Andrés Belaunde, jefe de relaciones públicas, La Oroya se beneficia de la presencia del complejo metalúrgico. “La veo como una ciudad más desarrollada, más próspera. Es un centro de partida de un importante centro productivo. Además que la empresa esté allí, genera enormes oportunidades”, dice. “Podemos ver que La Oroya puede ser un modelo de desarrollo sostenible”.
Sin embargo, La Oroya está rodeada por viviendas de colores opacos y en el ambiente se siente el manto de la contaminación que contienen 15 metales perjudiciales para la salud. Diariamente la chimenea expulsa 1.670.000 toneladas de contaminación. En el 2007, esta urbe fue declarada como la sexta ciudad más contaminada del mundo por el Instituto Norteaméricano Blacksmith. Sin embargo, la compañía dice que hace grandes esfuerzos por reducir la contaminación. Luís Gonzáles, jefe de control ambiental de DRP, asegura que por la mañana los gases van hacia la ciudad debido al viento. “Para evitar la concentración de gases en el ambiente paralizamos nuestras operaciones”, agrega.
Durante años los oroínos continúan esperando que mejore su calidad de vida. En particular en el campo de la salud. Resultado de 86 años de existencia del complejo metalúrgico, un censo hemático realizado en 2004 por el Ministerio de Salud (MINSA) y otras organizaciones comprobó que el 99% de los niños oroínos menores de 6 años tienen niveles elevados de plomo en su sangre.
Para Hugo Villa, médico neurólogo del Seguro Social de La Oroya, “tanto el plomo como el resto de contaminantes no dan signos y síntomas muy evidentes. El problema se va agravando con los años, por eso la OMS habla de una epidemia silenciosa derivada de la contaminación ambiental”.
¿Acaso los años que ha operado la metalúrgica son parte del desarrollo? Esta situación pone en jaque a las expectativas de crecimiento de la población. Como dice el escritor uruguayo Mario Benedetti: “ojalá que la espera no desgaste mis sueños”. Lo único que han conseguido son fuentes de empleo que les han permitido sobrevivir. Pero el costo ha sido alto por la afectación en su salud y en el ambiente en el que se desarrollan.
Melintón, de 40 años, su esposa y sus cuatro hijos viven en una casa vieja, parecida a un palomar, ubicada en la parta alta de uno de los cerros. Desde allí se divisa el complejo de DRP, en el que resaltan las dos plantas de ácido sulfúrico. Desean salir de la ciudad pero el dinero no les alcanza. “Todos los días, nos afecta el humo. Nos arde la garganta, tenemos gripe todo el tiempo y no estamos contentos. Nuestros niños se enferman de cosas raras que a veces ni el médico conoce”. Su rostro denota preocupación y angustia, mientras ve a sus niños jugar en un patio de cemento, sin aire puro, ni un paisaje verde.
En medio de la contaminación
Dentro de las instalaciones, el ambiente es distinto. 4.000 trabajadores hacen cuatro turnos durante el día. Ellos están bien equipados. Llevan máscaras y trajes especiales, parecidos a los de astronautas. Los que visitan la planta también deben cumplir con las rigurosas normas de seguridad. Sin embargo, afuera, la empresa no se ha caracterizado por ser cumplidora con sus obligaciones convenidas en el Programa Adecuación Medioambiental (PAMA).
Paula Meza, directora del Mantaro Revive, un proyecto enfocado en el cuidado de la naturaleza y la salud de los pobladores, dice que una de las condiciones para que el estado peruano vendiese el complejo a DRP era que ésa cumpla con el PAMA y la modernización. “A parte de las filmadoras y computadoras, la empresa no se ha renovado”, constata. “Fui al complejo y los circuitos de plomo, cobre, zinc siguen igual que al comienzo de su funcionamiento. Es como un hospital viejo necesario, porque puede tratar todo tipo de minerales”.
DRP trata concentrados de minerales de empresas mineras peruanas y extranjeras. Es el soporte económico de gran parte de los 35 mil habitantes de La Oroya. El Alcalde de la ciudad César Augusto Gutiérrez aclara que hay dos grupos bien diferenciados dentro de La Oroya: los que están a favor de la empresa y los que no. “Las personas que apoyan a la compañía tienen vínculos más directos y marcados”.
En La Oroya Antigua vive Sandra Guadalupe, una de las tantas delegadas ambientales de la empresa. Su trabajo, desde hace 5 años, consiste en dirigir las diferentes actividades de aseo que promueve DRP. “De que hay contaminación la hay, pero no al punto de usar mascarillas”, asegura. “Además nos han dicho que hay niños mongolitos y eso es mentira”. En los barrios sin embargo, muchos les ven más como informantes de la empresa.
Realidades que abruman
Norma Figueroa vive en un pequeño cuarto para 6 personas. Nació en La Oroya y desde entonces su vida ha estado marcada por la compañía metalúrgica. Dos de sus cinco hijos sobrepasan el nivel máximo de plomo en la sangre. Tienen 30 y 36 ug/dl. Además, su hija Angélica sufre de convulsiones y Norma quiere que los doctores la ayuden a encontrar respuestas sobre cuál es la causa de la enfermedad y cómo curar a su niña. La única respuesta que escucha de un doctor en Lima es, “bueno, usted es pobladora de La Oroya y puede ser que su hija esté enferma por la contaminación”.
Víctor Andrés Belaúnde dice que la magnitud de la inversión y del esfuerzo para optimizar ambientalmente la operación, no fue calculada apropiadamente cuando se privatizó el complejo. “Además, los anteriores dueños del complejo metalúrgico permitieron la acumulación de los pasivos ambientales”.Cuando asumieron la responsabilidad de las instalaciones descubrieron que el reto era aún mayor del que se habían imaginado.
Rocío Espinosa, doctora de la dirección de ecología y protección ambiental de la Dirección General de Salud Ambiental (DIGESA), dice que el problema es que hay contaminación actual e histórica. “Esta exposición constante de metales no ayuda a la recuperación de las personas”. Los pasivos ambientales, que deben ser asumidos por Activos Mineros, vienen de 80 años atrás y se encuentran en los cerros, en las calles y en las casas.
Gente como Norma, Guillermo y Melinton, les toca sufrir en silencio. Hay veces que sienten impotencia frente a la empresa. Pero ha aparecido gente que lucha por una vida más digna. Estas personas integran diferentes ONG’s como CooperAcción, Red Uniendo Manos Perú, El Mantaro Revive (En estas ONG’s liks de audios). Gracias a Monseñor Pedro Barreto, más de 200 organizaciones y otros actores de la sociedad formaron la Mesa de Diálogo Ambiental, que buscan solucionar el problema de La Oroya.
En cada rincón de la ciudad se siente la contaminación, sobre todo en la zona de La Oroya Antigua. Allí está el mercado de mariscos ‘Tres de Febrero’. Es uno de los lugares populares de comida frecuentado por algunos trabajadores de la empresa. Los vendedores cocinan avena, arroz y pescado para el desayuno. En un local atiende Godofredo Vásquez, ‘el Gorrión Solitario’, su nombre artístico. Su rostro está curtido por el frío. Tiene escasa dentadura, y voz ronca. Él ya no canta desde hace algún tiempo. Dice que le “arden los ojos, la garganta y me duele la cabeza”.
Los casos se repiten en cada calle. Pero poca gente se atreve a hablar. Solo basta ver el panorama de casas hacinadas, tierra desértica, aguas turbias y aire viciado por la lenta gestión de DRP y del gobierno peruano. Los niños siguen en medio de ese ambiente, el cual está categorizado peor que Chernobyl (noveno puesto según Blacksmith Institute). Al partir de La Oroya el camino sinuoso nos extrae de los cerros blancuzcos sin vegetación y la ciudad de enmarañadas callejuelas desaparece como una visión fugaz. Los niños juegan con sus carritos. Imitan el sonido del tren que escuchan a lo lejos. Un último sonido del tren cargado de concentrados metálicos, grave y ensordecedor, despista a los pequeños de su juego y regresan a la realidad gris que quisieran apartar.


El Comercio de Quito
11 de setiembre de 2009

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