Fernando Ampuero
La vida, ya se sabe, enseña miserias. Por ejemplo, hay un momento en
que los hombres de edad madura advierten que las chicas ya no los miran.
O peor aún: no los miran como antes. Eso no sucede de golpe.
Suele ser más bien un cambio paulatino. En la desolada novela de J.
M. Coetzee, Desgracia, se menciona ese trance que nos revela la pérdida
de atractivo que se produce en las personas con el paso de los años.
Yo ahora debuto en esto, y ya no me caben dudas de que muchos
hombres en algún momento somos conscientes de nuestra pérdida de
atractivo. Es una sensación de frío y de tristeza, más que de vacío.
Hasta los treinta años, si alguien ha tenido un aspecto aceptable,
siente regularmente miradas atentas o veladas. A los cuarenta, ese tipo
de interés disminuye, y muchos (yo, entre ellos) la luchamos: seguimos
sonriendo con gran estilo y haciendo más ejercicio para mantener el
puntaje. Pero, bueno, pasados los cincuenta, a pesar de la buena
voluntad y la tonicidad muscular ganada en el gimnasio, solo interesamos
a viudas y a divorciadas. Ya todo es distinto.
En estas circunstancias tener un buen pasar ayuda en algo, claro,
aunque no se consigue otra cosa que la turbia mirada de algunas chicas.
Miradas metálicas de depredadoras, movidas por la ambición, no por el
apetito físico. Ya no eres un hombre, sino un cajero automático. Y si se
trata de chicas mayorcitas, serás a lo sumo el candidato a “compañero”,
un buen partido. Naturalmente, queda la alternativa de hallar una dama
elegante que te verá a su vez como un viejo guapo. Pero nada más.
Las chiquillas de veinte, de seguro, te dirán chau. Te besarán en la
mejilla como a un tío simpático. Se reirán de ti. Ya no las
“enciendes”. Y es que de pronto te has vuelto invisible; desde su punto
de vista estás obsoleto, o les pareces casi un anciano, digno de lástima
y de risitas compasivas cuando te esfuerzas en coquetear y seducir.
Entonces, si no eres tonto, empezarás una vida diferente.
Te dedicarás al sereno disfrute de mirar a las chicas, de reojo o
bien de frente, como quien simula confundirlas con la hija de una amiga.
Es el goce de la belleza por la belleza, el plácido e inofensivo
voyeurismo. La tuya no será una mirada que reclama botín, pues este se
ha vuelto inalcanzable. Sin embargo, no te engañes. Ellas, las
maravillosas niñas sabias, saben por su instinto natural que detrás de
tu mirada acecha un lobo hambriento, ese alegre y disponible mujeriego
que fuiste en otra época.
Calma, viejo. Hay soluciones. A veces, digamos, no es mala idea irse de putas: tomar un Viagra de 100 mg y soltar una espléndida paga. Y si la muchacha que eliges es una profesional y sabe fingir, la experiencia valdrá la pena, ya que el contacto con la fresca piel de una muchacha joven es lo más cercano a una aventura espiritual.
Calma, viejo. Hay soluciones. A veces, digamos, no es mala idea irse de putas: tomar un Viagra de 100 mg y soltar una espléndida paga. Y si la muchacha que eliges es una profesional y sabe fingir, la experiencia valdrá la pena, ya que el contacto con la fresca piel de una muchacha joven es lo más cercano a una aventura espiritual.
¿Esto significa que somos zapatos viejos tirados al desván de las
emociones románticas? Gracias a Dios, no es así. En esta decadente etapa
de la vida, aunque las oportunidades son ínfimas, todavía (para los
escritores) flotan maderos en el naufragio. Y es que gracias a las
palabras de un cuento o de una novela que alguna vez escribiéramos,
sobrevive en nosotros una misteriosa aura de extraño embrujo.
Anoche, en un bar, una chiquilla me abordó:
Anoche, en un bar, una chiquilla me abordó:
–¿Tú eres Fulano, el escritor?
–Así es –respondí cordialmente–. Soy yo.
–Te he visto fotografiado en varios diarios y revistas, pero solo he leído de ti un cuento –recordó el título de mi cuento, y comentó: –Una historia escabrosa. Me pareces un tío enfermo y mañoso, de esos que idealizan y convierten en poesía sus bajas pasiones. Pero, en fin, eres muy humano.
–Ser humano no es ningún mérito –dije con modestia.
La muchacha sonrió y dejó caer una mano para darme un pellizco.
–Mira, Fulano, yo me he acostado con un negro, con un chino, con un cojo, con un manco, etc. Nunca con un calvo. Tú eres un calvo, y a mí me intrigan los calvos. Eso falta en mi currículo.
–Algunos somos diferentes –aseguré.
–¿En qué sentido?
–En la manera de soñar.
–¿Cómo sueñas?
–De este modo, como en esta conversación. Tú eres un sueño.
–Así es –respondí cordialmente–. Soy yo.
–Te he visto fotografiado en varios diarios y revistas, pero solo he leído de ti un cuento –recordó el título de mi cuento, y comentó: –Una historia escabrosa. Me pareces un tío enfermo y mañoso, de esos que idealizan y convierten en poesía sus bajas pasiones. Pero, en fin, eres muy humano.
–Ser humano no es ningún mérito –dije con modestia.
La muchacha sonrió y dejó caer una mano para darme un pellizco.
–Mira, Fulano, yo me he acostado con un negro, con un chino, con un cojo, con un manco, etc. Nunca con un calvo. Tú eres un calvo, y a mí me intrigan los calvos. Eso falta en mi currículo.
–Algunos somos diferentes –aseguré.
–¿En qué sentido?
–En la manera de soñar.
–¿Cómo sueñas?
–De este modo, como en esta conversación. Tú eres un sueño.
Domingo de La República
21 de octubre de 2012, p.27
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