Empilchado
¡Uf! me dije cuando recibí el dato. Según el protocolo a la
ceremonia guadalupana tenía que ir con terno. Habían pasado casi 5 años
de mi retiro de las aulas sanmarquinas y esos trapos formales habían ido
a parar al ropero con un destino incierto. Durante muchos años, con sol
o lluvia, sobre todo cuando asumí responsabilidades administrativas,
era una obligación ir entacuchado. Con el cese me alivié de esas
exigencias. Ahora, después de tantas lunas tenía que volver a las andadas, caballero nomás.
Llegué a la cita puntual, correctamente vestido, con la corbata, camisa
y zapatos adecuados. Abrazos por aquí, abrazos por allá. Lo que no
estaba en mi libreto, lo confieso, eran las palabras de admiración que
me estaba ganando por el terno que me gastaba. ¡Que buena pilcha
compadre!, me dijo uno, mientras que otro exclamó: ¡te pasaste, buen
corte!, no faltando quien en broma o en serio preguntó por el sastre. La
cereza de la torta la puso un wing que de frente exclamó: ¡Seguramente
que ese terno lo has comprado en tal lugar! No recuerdo el
nombre.Valgan verdades, en esos instantes me abochorné: no sabía de la
existencia de esa tienda de ropa masculina.
Vinieron los discursos, los convites y las conversaciones, con las preguntas y respuestas de los viejos amigos que se ven de cuando en cuando. Al avanzar la hora, y sin muchos quecos, opté por la retirada. La reunión había sido de primera, y las atenciones no se quedaron atrás. A mi, lo que me había descuadrado eran las gratas observaciones a mi telada. No las esperaba, pero internamente me sentí orgulloso de ellas, no por la explicable vanidad que a veces nos gana, sino por razones muy afectivas.
Lo que mis amigotes ignoraban era que el sastre era mi padre. Desde que por primera vez me puse un terno, no hubo otro maestro confeccionista en mi vida. Con él veíamos el color y la calidad de la tela, el modelo y la hechura misma. Era un trome. Lo que tampoco conocían mis amigos era que el vejancón - así lo llamaba- hacía varios años que había enrumbado hacia el mundo de los sueños eternos...
Mi padre murió un día como hoy, 31 de julio, hace 14 años, casi casi a la misma hora en que estoy terminando de escribir esta nota: 5.30 de la tarde. A manera de colofón puedo decir que así como Gardel o Lavoe, que después de muertos siguen cantando, y cada día mejor: mi padre, a varios años de haberse ido de este mundo, sigue cosiendo mejor...
Puente Piedra, invierno del 2020
Vinieron los discursos, los convites y las conversaciones, con las preguntas y respuestas de los viejos amigos que se ven de cuando en cuando. Al avanzar la hora, y sin muchos quecos, opté por la retirada. La reunión había sido de primera, y las atenciones no se quedaron atrás. A mi, lo que me había descuadrado eran las gratas observaciones a mi telada. No las esperaba, pero internamente me sentí orgulloso de ellas, no por la explicable vanidad que a veces nos gana, sino por razones muy afectivas.
Lo que mis amigotes ignoraban era que el sastre era mi padre. Desde que por primera vez me puse un terno, no hubo otro maestro confeccionista en mi vida. Con él veíamos el color y la calidad de la tela, el modelo y la hechura misma. Era un trome. Lo que tampoco conocían mis amigos era que el vejancón - así lo llamaba- hacía varios años que había enrumbado hacia el mundo de los sueños eternos...
Mi padre murió un día como hoy, 31 de julio, hace 14 años, casi casi a la misma hora en que estoy terminando de escribir esta nota: 5.30 de la tarde. A manera de colofón puedo decir que así como Gardel o Lavoe, que después de muertos siguen cantando, y cada día mejor: mi padre, a varios años de haberse ido de este mundo, sigue cosiendo mejor...
Puente Piedra, invierno del 2020
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