Mis primeros viajes en el Perú, o hacia el extranjero, los hice siempre
al tuntún. Miraba un mapa, buscaba algunas referencias sobre las
ciudades a las cuales pensaba dirigirme, y allá iba, a hacer camino al
andar, como decía el poeta. Nunca me fue mal, no me quejo. Pero años
después, en pleno auge del turismo, y por insistencia de Elbita, me
convertí en cliente de las agencias de viaje, con programaciones y
visitas establecidas de antemano. Sinceramente no me he sentido
cómodo: hay que estar listos a una hora determinada, amarrados a
visitas estrictamente planificadas, todo en buses, nada de caminatas, y
sujetos a las exposiciones, buenas, malas o regulares de los guías. En tiempos de pandemia, he vuelto a mis prácticas juveniles: yo escojo los lugares a
visitar, y las programo de acuerdo a mis humores. Puedo comenzar por mi
bliblioteca, de aquí paso a la sala a escuchar mis viejos discos
matanceros, o a empaparme con las noticias del día, puedo marchar hacia
el patio a tomar un poco de sol para evitar la palidez del encierro,
subir al segundo piso a mirar un poco de televisión, evitando los
espacios necrológicos, de pasadita una visita al comedor, a husmear las
ollas o meterle picotazos a alguna fruta, o quizá también, aunque no es
tarea de todos los días, regar el huerto de mi vecino ausente. Y claro,
con el celular o el computador a la mano para no perder el enlace con el
mundo. ¿No hay desbandes? Claro, con un mojito en la mano y bien arrellanado en un sillón, echo a volar la memoria y la imaginación. Lo repito: las visitas las establezco yo, depende de mis estados
de ánimo, es lo mejor, me parece...
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