Acabo de desempacar, esta vez aproveché los feriados para marchar hacia la sierra liberteña a conocer en vivo y directo Marcahuamachuco, en las alturas de Huamachuco; y de regreso a la costa ilustrarme una vez más con los logros mochicas plasmados en las huacas de la luna y del sol en el camino que lleva de Trujillo a Moche, sin dejar por supuesto de desestresarme en el enésimo cruce de la cordillera que realizo a lo largo de mi existencia, admirando los múltiples paisajes naturales y culturales que nos permite ese ascenso y descenso; o de comprobar, una vez más, la sencillez, hospitalidad y generosidad de los todavía incomprendidos pobladores de nuestras serranías.
¿Cuántas veces he cruzado la Cordillera, sea por el norte, sur o centro del país? No lo recuerdo, pero cada vez que me formulo esa pregunta acuden a mi mente aquellos años de mi niñez en que parapetado sobre un gallinero soñaba con cruzar algún día el cerro San Cristóbal, casi al pie del río Rímac, para saber que existía detrás de él. Vivía en el barrio de Monserrate, cerca de una estación ferrocarrilera y desde mi atalaya precaria además del citado cerro podía divisar el ir y venir de los trenes, que cargados de minerales llegaban desde la sierra central en ruta hacia el puerto del Callao, lo que encendía más mi imaginación. Fue atrevido de mi parte, dada las flaquezas económicas de esos años, prometerme que algún día lograría cruzar el San Cristóbal y todos los cerros y ríos que se me pusieran por delante. Esa curiosidad, de la que no me arrepiento, se constituiría así en la madre de todos mis atrevimientos viajeros. Por eso, cuando con el correr del tiempo se me presentaron las oportunidades de hacer realidad los sueños infantiles no lo pensé dos veces. Ni bien surgió la primera propuesta de viajar fuera de Lima ya estaba en el auto que me iba a llevar a Chimbote en una ida y vuelta de locura, a más de 100 kilómetros por hora; como después recorrería la costa de extremo a extremo, la sierra palmo a palmo, y por supuesto que la selva, alguno de cuyos ríos navegable, el Sepahua, lo crucé en balsa para llegar hasta la colonia penal de El Sepa, que si estuviera habilitado serviría –ahora que lo quieren lejos- de alojamiento al díscolo Antauro Humala.
Cuando el país me quedó chico, a pesar de no conocerlo todo, crucé las fronteras y no paré hasta llegar hasta las mismísimas tierras de Mao y de la gran muralla, previa pascana en París. Cruzar el charco primero y luego llegar hasta Pekín me costó largas horas de vuelo, en alguno de cuyos tramos el avión se convirtió en algo así como un juguete a merced de los vientos contrapuestos, lo cual si bien me quebró algunos nervios no dejó por eso de ser alucinante. Como también lo ha sido hacerse a la mar en una frágil chalana, en una abarrotada bolichera, en una velosísima torpedera o zamparse a las profundidades del mar en un viejo submarino de la armada peruana; sin desmerecer, si de nervios se trata, volar en avioneta, helicóptero y bimotores de la segunda guerra mundial, aunque viajar sobre los lomos de un caballo, de un burro o una mula, tiene también sus bemoles si de vencer los escarpados caminos serranos se trata.
Esos viajes, sobre todo los realizados a lo largo y ancho del país, me permiten afirmar que no hay mejor manera de conocer a fondo el Perú que desplazándose longitudinal y transversalmente por el mismo para refundirse en todos los mundos y submundos que podamos encontrar. Los libros dicen mucho, como también las crónicas de los viajeros, pero tan importante como ellos es la experiencia personal, sobre todo si ponemos en acción todos los sentidos para asimilar hasta las tripas todas las vivencias que podamos encontrar en los caminos. Estar en la puna, caminar al pie de los nevados o soportar las lluvias y el frío bajo cero, o escuchar el silbido de los vientos mientras tiemblan los pajonales; u observar el desplazamiento torrentoso de las aguas de un río o la tranquilidad de las aguas de una laguna a donde no han llegado todavía los tentáculos de alguna minera; o si ustedes quieren sentarse en la playa de Huanchaco, en Trujillo, y observar la puesta del sol, luego de haber sido impactados por el olor de los cañaverales norteños, son todos fenómenos que un peruano no debe perderse; como es inenarrable estar frente al imponente Amazonas o al impresionante lago Titicaca, navegarlos o arañar sus orillas cuando sea imposible hacerlo.
Esos periplos por el Perú profundo me han permitido una y otra vez afirmar mis convicciones de que el Perú debe cambiar, no simplemente retocarse. A mitad de los sesenta, en Sicuani, pude ver como una señorona le daba de comer a un niño, como si éste fuese un perro: huesos y sebos, previamente degustados por la doña iban a parar a la boca del infante, acurrucado al pie de la mesa de un restaurante. En los 70, en Ancash, Puno y Cajamarca, entendí en los hechos como funcionaba la feudalidad y el gamonalismo en el agro andino, de cuya existencia habíamos tomado nota en las aulas sanmarquinas - en cuyo marco se explica la actitud de la señorona en Sicuani- como también años más o años menos me di cara a cara con los destrozos de las mineras en Cerro de Pasco y La Oroya, incluyendo el asesinato del río Mantaro y del medio ambiente en este último lugar.
La modernidad que ha acarreado el neoliberalismo, una más en la historia del capitalismo peruano, no me hace perder la perspectiva del cambio sustancial del este país. Lo acabo de comprobar en la sierra liberteña, donde desde una mirada citadina, costeña, no hay nada que extrañar: Internet, celulares, televisión, pachanga, pistas, 4 x4, etcétera. Como sucede en otros lados, la minería, en particular la explotación del oro, se ha convertido en la locomotora de la economía, confluyendo en ese torrente la gran y la pequeña minería, en particular la informal, movida según todos los indicios, empleando un término vallejiano, por los cóndores de la región, multifacéticos ellos, como que también andarían metidos en el narcotráfico.
Los cerros son así literalmente despanzurrados, mientras los compradores de oro están a la caza de lo que caiga. La agricultura y la ganadería, actividades tradicionales, se mantienen, pero cada vez venidas a menos, jaqueados por los estropicios medioambientales de los mineros, mientras la mano de obra escasea, los jóvenes prefieren ser gambusinos informales porque ahí está el billete; lo otro es pasar por la espera y los riesgos naturales del agro, como siempre desprotegido y a expensas de un desventajoso mercado. Sin embargo, no todo lo que brilla es oro. La pobreza y la desigualdad son recurrentes, al igual que en otros lugares donde históricamente la minería se ha posicionado: Huancavelica, Cerro de Pasco, Cajamarca, Hualgayoc, Madre de Dios…donde los reflectores de la modernidad capitalista han alimentado esplendores precarios al mismo tiempo que miserias estructurales que 100 lucas mensuales no van a liquidar .
Realmente el Perú es un hermoso país, con miles de lugares por conocer y descubrir. Quiero felicitar a personas como tú que de cierto modo difunden el turismo peruano, sin embargo pienso que este aún no está bien difundido, pues deberían haber más personajes públicos y empresas privadas que tengan programas para promover nuestro país. VIVA en el mundo es una organización sin fines de lucro que tiene este fin: difundir nuestras riquezas en el extranjero con el fin de crear relaciones entre países, promover el turismo y las inversiones en nuestro país; aquí un link de interés: http://www.vivaenelmundo.com/ingrid/ingrid.html
ResponderEliminarAsí como esta organización, cuya directora es la empresaria peruana INGRID YRIVARREN, todos debemos de seguir su ejemplo y dar a conocer nuestras maravillas al mundo entero. ¡¡¡Qué orgullo ser peruana!!!
q bonito
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