No lo puedo negar, el golpe ha sido duro, directo al corazón, donde se guardan los sentimientos mayores, en especial los de la amistad verdadera, la que sabe resistir los embates de los años y los climas de todos los tiempos, por más tempestuosos que éstos sean. El doctor Lucho Ruiz Díaz, el entrañable Chino Ruiz, viejo lobo sanmarquino, ya no está con nosotros. El pasado viernes 25, cuando la noche terminaba de asentarse en Lima, decidió ponerse las botas de mil leguas – conociéndolo, las de 7 leguas le hubieran resultado insuficientes- y se echó a andar por los caminos del infinito, llevando en su mochila, para el viaje largo – también estoy segurísimo de ello- sus huaynos y mulizas, sus pasillos, y claro que sí, las trovas de su siempre añorada Bambamarca, donde nació y trotó, donde hizo su pregrado de peruanidad –el posgrado lo hizo en San Marcos- terruño al que volvía siempre para recargarse con los aromas de los tunales y maizales, de las hortensias y margaritas… y los recuerdos que inevitablemente se agolpaban uno tras otro mirando quizá el río Cuñacales o también el perfil de Cristo, labrado vaya uno a saber porque manos, en un cerro cercano; pero asimismo escuchando, una vez más, las leyendas del sordo Antonio, de don Camote o don Cucaracha, héroes eternos del imaginario bambamarquino; y saboreando-recordando las humitas de queso, el caldo verde, los cuyes a la olla, entre otros potajes que adornaron siempre la mesa del hogar paterno, del cual, como en la canción, solamente quedaba el árbol cada vez más triste por la ausencia de las palomas que ya habían volado de su nido.
Al chino Ruiz hoy lo lloran su Celia de toda la vida, sus hijos Carlos y Ernesto, sus hermanos y nietos; lo lloramos también – lo decimos sin rubores- sus amigos, porque Lucho fue un amigo a carta cabal, generoso y leal hasta la médula. Nunca rehuyó poner el hombro cuando las penas y tristezas le serruchaban el alma al compañero; pero tampoco le hacía quites a la alegría, de la cual era un indesmayable promotor.
Los años le enseñaron que entre el cumplimiento de las responsabilidades personales y profesionales y el hedonismo sano y multicolor no existía un abismo insalvable. Así lo recuerdan sus compañeros de la Facultad de Derecho de San Marcos o sus colegas del foro limeño; así también lo recordamos quienes a su lado desde los lejanos años 60 fuimos construyendo sueños y esperanzas de un Perú diferente, alegre y feliz, utopías que nos permitirían soldar una amistad de toda la vida, hoy desgraciadamente quebrantada por la ausencia del amigo que ya no está con nosotros, pero al que recordaremos por los siglos de los siglos.
Alberto Cortez tenía razón: cuando un amigo se va siempre queda un tizón encendido, que no se puede apagar ni con las aguas de un río…
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